Los Saldiños

cale agundis

Contaba mi abuela Carmelina de un hijo de sus vecinos de ahí, de Fray Diego de la Magdalena, qué no trabajaba. 

Se apeidaban Saldiño y nunca supimos porqué el hijo mayor era tan huevón. La madre de éste zángano se iba a tomar café a la casa de mis abuelos y a quejarse amargamente de qué, Saldiñito Junior, les quitaba el dinero de su pensión para ir a comprar alcohol. La señora lloraba a moco tendido y mi abuela siempre le aconsejaba qué le pusiera un alto. Luego nos enteramos que no lo hacía porque el Saldiñito mentado amenazaba a su pobre madre: 

“Si no me das dinero, me voy de la casa” le decía el pelado gusanete. 

El hombre todo el día lavaba su coche y pajareaba con una novia que tenía. Pasaban un día, dos días, tres..

Y cada que pasabas por su casa, le estaba sacando brillo a un renolcillo rojo que tenía. Muchas veces de regreso del colegio, pasábamos a casa de la abuela Carmelina por un vaso de limonada fresca, antes de ir al centro a recoger a mi papá al consultorio. Ibamos mis hermanos y yo, con el uniforme todo caliente a punto de hacernos barbacoa, y ¡cómo envidiabamos a ese Saldiño canijo que siempre andaba en shorts, fresco como una lechuga! Y que nos saludaba tan cortésmente como si nada, cómo si nunca. La señora nunca le puso un alto. Sino fue la vida la que le pasó la factura, ¿y muy cara, eh? Al fallecer los papás del Saldiñito querido, dejó de recibir el dinero de los papás y empezó a padecer hambre. Tuvo que salir a la calle a pedir trabajo... y como no sabía hacer nada, más que lavar carros, Saldiño Junior anduvo lavando carros en el estacionamiento de Gigante por mucho tiempo.

Dicen por ahí que un buen padre vale más que una escuela de cien maestros... 

Educa desde la infancia para construir niños fuertes, para luego no andar reparando adultos rotos.