Estaba costada leyendo las cartas de papá. Él era un apasionado por la escritura que, quizás como yo, papá era un ser de muy poco hablar. Lo que quería expresar sin fallar, lo hacía en un papel. Manifiesto audaz con la tinta y el papel, el doctor Agundis era experto en cartear a su gente querida. Las cartas que me escribía no solía responderlas al instante… me acostaba en mi cama para leerlas despacio y disfrutar aquel folklore de sentimientos, de aquella fiesta de palabras, de aquel parteaguas que me re iniciaba la vida. Algunas se las respondía solo con una sonrisa en la mesa del comedor, otras se las respondía descriptivamente, persuasivamente, creativamente con la magia de mi bolígrafo verde. (Mi bolígrafo era una pluma de agua, de cristal, que me había comprado en San Francisco, Cal. En donde el “cable car” iba de arriba hacia abajo) Era un trabajo divertido con un solo propósito: sorprender a papá. En ocasiones me funcionaban los arquetipos de historia que daban más seriedad a mi narrativa… ¿Saben? ¡Era un viaje de héroes! En donde el que se expresaba con más detalles y “sin faltas de ortografía” era el ganador. Las hojas de aquellas cartas hoy, están amarilla y parecen alas de mariposa. Las abrí con cuidado y me volvieron a sacar una sonrisa y una lágrima. Pido la venia para responder la última carta que me escribió papá en 2008. En donde se manifestaba triste por su próxima muerte… carta que en aquella ocasión no pude responder, porque como hasta ahora, el nudo de la garganta me traba el alma. ¿A dónde enviaría la carta? Con mis ojos llorosos miro al cielo… No, aún no sé qué contestarle. Porque aún no tengo respuestas sobre la muerte. Muerte: palabra inefable.