Aprendí a manejar en carretera en circunstancias poco favorables. Antes de verme obligada, había tenido varios intentos de aprendizaje; sin embargo, por detalles que quizá algún día les cuente, hubo quien me obligó a manejar sola por todo el estado. Las primeras salidas estuvieron cargadas de angustia. Llegaba a los destinos con dolor de hombros y las manos entumidas por el estrés. Pero al poco tiempo, decidí ignorar la verdadera intención de quien me enviaba y descubrí que me gustaba tomar camino estando al volante. Inicié cada viaje con un pequeño rito que comenzaba con una oración que me enseñó mi mamá: “Señor, aquí va tu bestia.” Concisa y al grano. Mi compañía siempre fue un termo con café, unos Churrumaiz de reserva –después intercambiables con Doritos Diablo-, una botella de agua y zapatos cómodos por si alguna eventualidad me hacía dejar el carro y tener que caminar. A eso, se añadió la radio, que escuchaba hasta que se perdiera la señal. En aquellas épocas, no había Spotify descargable en el celular, así que cuando se hacía el silencio, empezaba a cantar a pulmón batiente o a hablar en voz alta lo que sea que estuviera pensando. Tuve monólogos muy productivos.
Siempre hubo quien me monitoreara. Marcos, por supuesto, estaba al pendiente de mis trayectos. Pero también gracias a esas épocas, compañeros se volvieron amigos. En los municipios conocí gente muy interesante y amable que se ofrecieron a rellenar mi termo de café para el regreso y que me pedían llamar cuando ya hubiera llegado. Sin embargo, hubo tramos de carreteras complicadas que me ponían los nervios de punta, y fue inevitable también sentirme angustiada si, por alguna circunstancia, se me hacía tarde, estaba obscuro y la carretera estaba sin un alma a la vista. Ahí conocí los programas nocturnos para camioneros y traileros, que, de alguna extraña manera, me hacían sentir acompañada.
A pesar de que en aquellos momentos esas temporadas no fueron precisamente las mejores, admito que aprendí enormidades. Luego, esa época, que en su momento me pareció eterna, fue quedando atrás.
Hace mucho que no manejaba sola. Pero me invitaron a dar clases en Matehuala el fin de semana y como es de las cosas que más disfruto en esta vida, no lo pensé dos veces. Recité mi mantra, tomé mi café, compré mis Doritos, me puse el cinturón de seguridad, prendí la radio y tomé carretera. Lo que años atrás me parecía eterno, ahora me pareció corto. Disfruté los kilómetros, el sol, mi agua, la música y cuando la señal se hizo poco clara, mantuve una seria conversación conmigo misma y confirmé que nada es eterno, que aunque se diga que todo tiene alguna enseñanza, uno es quien tiene que extraerla y que bien valió la pena tanto camino recorrido. Quizá nunca hubiera conocido todo el estado, quizá me hubiera limitado en aceptar cosas tan simples como dar clases en otros lugares.
Al llegar, platiqué con uno de mis alumnos. Un servidor público recién ingresado a la vida gubernamental el cual llegó a su puesto a consecuencia del fervor de una campaña que, según me cuentan, fue reñida. Pero ahora, asentarse en el puesto le ha enfrentado con la dura realidad. La ciudadanía no espera y él reconoce no tener el conocimiento para resolver lo que su grupo prometió. Por eso estaba en clases, para tratar de estar a la altura de lo que esperan de él. Se dio cuenta de que ayudar a gobernar no se sostiene únicamente de intenciones políticas y buenos deseos, sino que debe haber conocimiento técnico. Inmediatamente pensé en el dolor de espalda y en los brazos entumidos con que llegaba cuando empecé a manejar en carretera y vi en la cara de mi alumno, la misma cara con la que yo llegaba de un viaje siendo conductora inexperta.
Tuve como primera intención reprimirle: ¿Por qué aceptó un puesto para el cual no está capacitado? Luego, reparé en su edad y en que todos tenemos que empezar por algún lado. Su actitud en clase, frente a un grupo pequeño, fue la de una persona que tiene sed y por fin encontró agua. Valió la pena la ida.
Todos comenzamos como conductores inexpertos. Pero eso sí, cada quien tiene la responsabilidad de aprender el camino y tomar su propio volante. Hay casos donde la frase “yo vine a aprender” sí aplica. Pero hay otros, donde no tiene perdón de Dios justificar haber puesto a incompetentes al volante, teniendo un historial basto de infracciones y accidente.
Supongo que cada quién se hace responsable de su vehículo. Pero siempre hay que acordarnos que el camino tiene un fin. Yo solo espero que el mío, me agarre con café y Doritos a la mano.
Siempre hubo quien me monitoreara. Marcos, por supuesto, estaba al pendiente de mis trayectos. Pero también gracias a esas épocas, compañeros se volvieron amigos. En los municipios conocí gente muy interesante y amable que se ofrecieron a rellenar mi termo de café para el regreso y que me pedían llamar cuando ya hubiera llegado. Sin embargo, hubo tramos de carreteras complicadas que me ponían los nervios de punta, y fue inevitable también sentirme angustiada si, por alguna circunstancia, se me hacía tarde, estaba obscuro y la carretera estaba sin un alma a la vista. Ahí conocí los programas nocturnos para camioneros y traileros, que, de alguna extraña manera, me hacían sentir acompañada.
A pesar de que en aquellos momentos esas temporadas no fueron precisamente las mejores, admito que aprendí enormidades. Luego, esa época, que en su momento me pareció eterna, fue quedando atrás.
Hace mucho que no manejaba sola. Pero me invitaron a dar clases en Matehuala el fin de semana y como es de las cosas que más disfruto en esta vida, no lo pensé dos veces. Recité mi mantra, tomé mi café, compré mis Doritos, me puse el cinturón de seguridad, prendí la radio y tomé carretera. Lo que años atrás me parecía eterno, ahora me pareció corto. Disfruté los kilómetros, el sol, mi agua, la música y cuando la señal se hizo poco clara, mantuve una seria conversación conmigo misma y confirmé que nada es eterno, que aunque se diga que todo tiene alguna enseñanza, uno es quien tiene que extraerla y que bien valió la pena tanto camino recorrido. Quizá nunca hubiera conocido todo el estado, quizá me hubiera limitado en aceptar cosas tan simples como dar clases en otros lugares.
Al llegar, platiqué con uno de mis alumnos. Un servidor público recién ingresado a la vida gubernamental el cual llegó a su puesto a consecuencia del fervor de una campaña que, según me cuentan, fue reñida. Pero ahora, asentarse en el puesto le ha enfrentado con la dura realidad. La ciudadanía no espera y él reconoce no tener el conocimiento para resolver lo que su grupo prometió. Por eso estaba en clases, para tratar de estar a la altura de lo que esperan de él. Se dio cuenta de que ayudar a gobernar no se sostiene únicamente de intenciones políticas y buenos deseos, sino que debe haber conocimiento técnico. Inmediatamente pensé en el dolor de espalda y en los brazos entumidos con que llegaba cuando empecé a manejar en carretera y vi en la cara de mi alumno, la misma cara con la que yo llegaba de un viaje siendo conductora inexperta.
Tuve como primera intención reprimirle: ¿Por qué aceptó un puesto para el cual no está capacitado? Luego, reparé en su edad y en que todos tenemos que empezar por algún lado. Su actitud en clase, frente a un grupo pequeño, fue la de una persona que tiene sed y por fin encontró agua. Valió la pena la ida.
Todos comenzamos como conductores inexpertos. Pero eso sí, cada quien tiene la responsabilidad de aprender el camino y tomar su propio volante. Hay casos donde la frase “yo vine a aprender” sí aplica. Pero hay otros, donde no tiene perdón de Dios justificar haber puesto a incompetentes al volante, teniendo un historial basto de infracciones y accidente.
Supongo que cada quién se hace responsable de su vehículo. Pero siempre hay que acordarnos que el camino tiene un fin. Yo solo espero que el mío, me agarre con café y Doritos a la mano.