Casa ajena

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Unos tres lustros atrás descubrimos el gusto de vivir en casa ajena. La pareja que en aquél entonces eran nuestros vecinos nos enseñaron que, cuando uno quiere alejarse del mundanal ruido, lo mejor era evitar los hoteles para vacacionar y vivir en la casa de alguien más. En esos ayeres no estaba ni remotamente tan publicitado como ahora usar plataformas  para la renta temporal de espacios para descansar, por lo que resultó una novedad de la cual era inevitable tener cierta desconfianza. Con todo y miedo de que nos estafaran una lana, rentamos el primer departamento que estaba en los altos de una casa victoriana. Fue, además de mucho más ad hoc a nuestro presupuesto, una delicia de buen gusto. Desde entonces hemos vivido los descansos en una casa que en cierto momento fue un banco, un departamento cuyos dueños se encargaron de llenar con juguetes para que los niños se divirtieran en la estancia, espacios con edredones y almohadas de ensueño que no he vuelto a ver, una casita en un pueblito perdido en cierta playa sin señal de celular ni internet que fue restauradora y un montón de lugares más que en su gran mayoría, han sido perfectos para el descanso.

Vivir en casa ajena abre la puerta a encontrarse con aspectos propios que en el hábitat natural permanecen escondidos. Si en el armario del departamento rentado está una tabla para surfear, lo natural es probarla, aunque uno no tenga ni idea de cómo mantenerse en equilibrio sobre tierra. Si en el cajón de la estancia hay un Monopolio,  muy seguramente se armará un torneo antes de la cena, dejando la televisión en desuso. Si en la cocina se encuentra unos gnocchis de papa con un post-it con el mensaje “Que los disfruten”, habrá siempre algún animado cocinero amateur que se aviente a prepararlos con algo que por lo menos suene muy italiano. Si en el libro de recomendaciones de huéspedes anteriores se recomienda la fonda Don Tacho, perdida entre las calles del pueblito, está ahí el mandato para una misión crucial que los habitantes temporales deben de seguir como si fuera misión  para James Bond. 

Vivir en casa ajena también convierte a los habitantes temporales en arqueólogos-antropólogos involuntarios. Uno se entera prendiendo la televisión, de los programas que el anterior rentero o los dueños vieron en Netflix y sin querer, va imaginándose qué tipo de persona puede ser aquella que acaba de ver al hilo todo Grey’s Anatomy campechaneada con películas del más profundo terror existencial. Hay en los cajones resquicios de pequeños accidentes: notas de tintorería, cuentas de farmacias con entrega a domicilio o recibos de una florería cercana. ¿Se enfermaron los habitantes anteriores? ¿Qué tal estaría el restaurante del que dejaron una tarjeta en el buró de la recámara? ¿Alguien celebró algún aniversario ahí? ¿Extrañarán el bebé el patito amarillo que dejó en la regadera y en el que todavía se distinguen sus iniciales?  

Volver al hábitat natural después de vivir en casa ajena, deja la sensación de poder hacer cosas fuera de lo ordinario incluso dentro de los mismos metros cuadrados de siempre, y enciende la curiosidad para explorar lo rutinario bajo la óptica del viajero. Lo mismo pasa cuando esta construcción social que llamamos “año nuevo” se planta frente a nosotros: es como estar al umbral de la puerta de una casa ajena en la que a ciencia cierta, no sabemos qué guarda en su interior; pero sí nos abre la posibilidad de hacer cosas diferentes y encontrar sorpresas que nos lleven a conocer a alguien más que comparta aquello que nos hace sonreír.

Yo por mi parte, le deseo que el año que empieza mañana, le permita ver que ni usted está esculpido en inamovible piedra cual monolito de la Isla de Pascua; ni que tiene por qué dejar que la rutina lo mate. Le  deseo, lectora, lector querido, la óptica de viajero y la expectativa de quien abre la puerta de una casa ajena.