De nietos y abuelos

Como una inmensa mayoría de mexicanos, en esta casa trabajamos por necesidad. No somos herederos de grandes fortunas, ni de negocios que se sostengan solos. Esta es la casa de un profesor universitario y una burócrata. Trabajar para pagar cuentas no implica que no nos guste lo que hagamos. De hecho, ambos disfrutamos enormemente las actividades que desde hace años elegimos para hacer un modo de vida.
Desde antes de casarnos, decidimos que en nuestra familia habría niños. Sabíamos entonces, que la cosa no estaría fácil. No podíamos darnos el lujo de abandonar nuestros trabajos para dedicarnos en cuerpo y alma a cuidar a nuestros hijos. Las cuentas no perdonan. Además, ambos fuimos formados para horizontes que abarcaran más allá de los límites de nuestro hogar. En mi caso, estaba visto desde siempre que aunque mi casa es mi lugar favorito de todo el universo, no sería feliz pasando la vida sin trabajar. Es más, ni a discusión pusimos la opción. Marcos me conoce bien.
Nuestros hijos tienen tres abuelos. Su trabajo fue criarnos a los que ahora somos padres. Sus obligaciones con nosotros terminaron hace mucho tiempo. Cuando llegó a nuestra vida Padawan Scoutwalker, fue la cereza en el pastel de los abuelos. Luego llegó Padawan Solo y completó el círculo. Con los abuelos nos vemos frecuentemente y por gusto. Así, el día a día nos llevó a la opción que el artículo 171 de la Ley Federal del Trabajo establece: los servicios de guardería infantil se prestarán por el Instituto Mexicano del Seguro Social. En este caso, yo, la madre, estaba afiliada a dicha institución y me eran retenidas las cuotas respectivas cada mes.
Como padres primerizos, no dejaba de ser un tanto cuanto angustiante dejar a nuestro primogénito en manos de sabe quienes. Sin embargo, nos dimos cuenta de que había un proceso riguroso para que los bebés fueran aceptados y que de manera obligatoria los padres pasaban casi una semana junto con los niños en la guardería, de manera que tanto el menor como los padres atestiguaran el sistema. De primera mano constatamos que la guardería contaba con personal médico, cosa que resultaba vital. Vimos que los alimentos eran balanceados y que había personal suficiente para cada tarea. Las instalaciones eran constantemente inspeccionadas y contaban con espacios necesarios: además de salas divididas de acuerdo a la edad de cada bebé, había cocina, comedor, espacios de baños, regaderas por aquello del proceso de dejar pañales y otro tipo de incidencias. Había simulacros periódicos de incendio e incluso alguna vez me tocó participar al azar en evaluaciones realizada por Transparencia Mexicana.
Cada semestre nos pedían una carta de nuestro patrón para cerciorarse, en primer lugar, de que siguiéramos trabajando, y en segundo, de nuestro horario laboral, de manera que no hubiera padres que dejaran a los niños nada más porque sí. Se llevaba un control meticuloso de las vacunas de los infantes y no los dejaban entrar (a veces hasta exageradamente) si el niño presentaba algún tipo de síntoma de enfermedad que pudiese causar contagio entre los compañeros. En alguna ocasión me llamaron a la oficina: mi hijo había convulsionado. Llamé a Marcos. Cuando llegamos, la directora, junto con la enfermera ya estaban arriba de un taxi llevando a mi hijo al médico. Llegamos al momento y pudimos llevarlo a su pediatra. Ellas actuaron eficientemente.
Para el proceso de ablactación nos guiaron paso a paso: qué papillas dar, cuáles no, cómo prepararlas, cuándo incluir nuevos productos. Hasta la fecha, la bebida favorita de mis hijos es el agua y recuerdan aún las albóndigas con fideo de la guardería. Lo mismo pasó cuando se tenía que dejar el pañal, o cuando había alguna situación que pudiese afectar el desarrollo de los niños, desde su lenguaje, hasta habilidades motrices o emocionales.
Pero sobre todo, comenzamos a ver que nuestros hijos se divertían con niños de su edad, que sociabilizaban y hacían amigos. Y, como les he contado, formamos un buen grupo de cuates desde entonces. Vimos como aprendían los colores y trazos básicos, pero sobre todo, que desarrollaban habilidades que los prepararon para ir primero al jardín de niños, y luego continuar con el resto.
En todo este proceso, los abuelos entraron al quite de cuándo en cuando, sobre todo, cuando los padawanes se enfermaban y no podían ir a la guardería. Así vivieron desde que cumplieron 45 días de edad y que se acabó mi incapacidad por maternidad, hasta que cumplieron casi cuatro años y entraron al jardín de niños. Créanme que jamás he sentido tanto como en esa época, que mis impuestos servían para algo.
Por supuesto que no hay institución perfecta. Lo que pasó con ABC, por ejemplo, es indescriptible, pero puedo asegurarles que en mi experiencia, y en la de muchas familias mexicanas, las guarderías del IMSS fueron (son) indispensables. Creo que cosa similar pasa con las estancias infantiles de SEDESOL, donde empleados como yo, dejan a sus hijos mientras trabajan.
No dudo ni un segundo del amor y la buena voluntad de los abuelos para cuidar a sus nietos, pero ¿están en condiciones de hacerlo? Conozco a muchos de ellos que trabajan y no precisamente por gusto. Conozco a otros que aunque ya tienen pensiones, no quieren dejar otros empleos porque los hace sentirse útiles, o porque es justo ahora cuando más pueden aportar dada su madurez y experiencia.
Amén de eso, ¿cuántos abuelos gozan de la salud suficiente como para hacerse cargo de niños que por naturaleza son inquietos? ¿Cuántos abuelos sabrán RCP, o la maniobra de Heimlich para cuando se asfixian? ¿Cuántos están en aptitud de ponerlos con horario debido a comer lo que deban, o a hacer actividades más allá de ver la tele todo el día? No me malentiendan, los abuelos son geniales, pero ¿por qué endilgarles obligaciones que ya no les corresponden? Pongamos el mejor de los casos: los abuelos están sanos, tienen pensiones y seguros médicos y gozan de salud adecuada a su edad, ¿por qué tendrían entonces que dejar sus vidas sociales por cuidar a sus nietos? Un día, dos, cuando se ofrezca está bien. Pero conozco abuelos que gozan yéndose a desayunar con sus amigos, pasando la mañana haciendo ejercicio, luego bañándose con calma, toman clases de lo que sea y hacen, básicamente, lo que les viene en gana. Hay otros que incluso aprovechan y se van de viaje por temporadas porque para eso trabajaron todas sus vidas.
Mis hijos hace tiempo dejaron las guarderías, pero aún así, hoy me aterroriza pensar qué hubiera pasado si en su momento no hubiésemos contado con esa prestación. Pienso también en qué harán todas esas familias que, como nosotros, trabajan por necesidad y quienes, como también como Marcos y yo, decidieron que querían tener hijos en sus vidas. ¿Cómo le van a hacer si se concreta la idea de clausurar las guarderías? Me queda claro que el Secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, se refería, en primera instancia, a las estancias infantiles que reciben subsidio de la que el gobierno federal ha llamado ahora Secretaría del Bienestar (y que normativamente sigue llamándose SEDESOL). Según los datos propiciados por el propio secretario, estamos hablando de 350 mil infantes registrados en esas guarderías el año pasado. No es una cifra menor. Si a eso le sumamos los que están en el sistema de guarderías del IMSS, seguramente la cifra se duplica, ¿esas también están considerando cerrarlas? Por aquello de que “cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar.” No dudo que muchas de esas guarderías hayan sido otorgadas bajo esquemas alejados de la legalidad, pero muchas otras no ¿por qué cerrarlas todas? ¿no será mejor, en primer lugar, hacer una evaluación seria de las mismas?
Por el bien de todas las familias con hijos en guarderías subsidiadas por el gobierno federal, ya sea mediante SEDESOL o el IMSS, espero se reconsidere esta idea. Que se revise, sí, cómo se otorgaron y que se inspeccione su funcionamiento, pero que no se tomen decisiones que pongan en riesgo la estabilidad de miles de familias mexicanas.