El imperio de la intuición

Las estimaciones que en estos días se sostienen a diestra y siniestra sobre el lugar que Alfonso Cuarón ocuparía entre sus colegas mexicanos de todos los tiempos me hicieron recordar una película que ha permanecido girando en mi mente desde hace más de dos décadas. Fue filmada en México en 1962 y protagonizada por Silvia Pinal, Enrique Rambal y Claudio Brook. Un año antes, el director y guionista (mexicano por adopción y un artista indispensable para entender al México del siglo xx) escuchó a José Bergamín hablar de una obra de teatro que llamaría “El ángel exterminador” y pensó: “Si yo veo eso en un cartel, entro inmediatamente en la sala”.
Luis Buñuel no olvidó ese título, al cabo de unos meses, renuente a nombrar su nuevo filme de una forma algo menos sugestiva -Los náufragos de la calle Providencia- raptó el rótulo al poeta madrileño, al enterarse por él mismo que finalmente no lo utilizaría. La enigmática cinta pronto se convertiría en un clásico.
Este monumento a la intuición, este sueño repetitivo de final alucinante no nos abandona porque nos habla -como la poesía a veces- en un lenguaje irracional. En ella hay “un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo” como dice el genio de origen aragonés en sus memorias. Es la sublimación de una pesadilla común: no logramos incorporarnos, golpear a alguien, sostener algo con las manos; los intentos son cada vez más exasperantes. Nos habla sin interferencias al fondo de la percepción, a ese insondable y maravilloso túnel del espíritu.
En las disciplinas místicas, la reiteración es usada con frecuencia para alcanzar un estado de conciencia superior, para acceder a la frecuencia divina. La repetición puede ir desde un sonido, una palabra o una frase hasta un conjunto de acciones sofisticadas. Así se crean los ritos. Luis Buñuel -como buen surrealista- era un hombre de ritos. En El ángel exterminador hay, al menos, diez secuencias repetidas que generan la atmósfera propicia; en sus películas usó a menudo este recurso sin teorizar sobre ello, de forma intuitiva. Curiosamente, reflexionó más sobre otros de sus hábitos: el vino y la ginebra.
Buñuel confiesa que era capaz de abstraerse como en ningún lugar en la barra de un bar discreto y que podía conversar durante horas sobre sus bebidas favoritas. En mi mesa utópica de combibeles, él sería un elemento indiscutible. Para el director, el vino tinto estaba en lo más alto. Como cualquier enófilo que se precie, elevaba a la cima al gran vino francés, disfrutaba algunos cabernets de California y aceptaba mexicanos y chilenos, pero tampoco despreciaba beber de la bota un fresco Valdepeñas. Me imagino que nunca alcanzó a probar esas garnachas maravillosas de su primera tierra, Aragón, pues entonces no se usaba esta uva para vinos varietales.
Dice, sin embargo: “Desde luego nunca bebo vino en el bar. El vino es un placer puramente físico, que no excita de modo alguno la imaginación. En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar ginebra inglesa”. Aunque en mi opinión una gran botella estimula tanto la creatividad como los sentimientos nobles, quizás tiene razón: el vino es para compartir y Buñuel, creador huraño, disfrutaba de ir solo a los bares, buscaba la beatitud en silencio.
Buñuel desestimaba las interpretaciones simbolistas de su obra, huía de los afanes explicativos; celebraba el absurdo, promovía el acercamiento intuitivo. Así es a veces el goce estético, cuando el análisis exhaustivo es ocioso: una olfateada, un sorbo, unas gotas de delirio son capaces de poseernos, habitar nuestro espíritu por décadas y colmar nuestros sentidos con su sabor persistente y su aroma profundo.

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