El poder del voto

Jorge Islas

Aún no tengo decididos mis votos para elegir a quién apoyar en las próximas elecciones federales y locales.

En una obviedad, entiendo que el voto sirve para elegir a nuestros futuros representantes populares, pero también para ratificar o reorientar las formas de hacer política, para premiar o castigar el comportamiento y los resultados del gobierno en funciones, para impulsar, o no, la conformación de una nueva clase política, y, sobre todo, para ejercer en paz y libertad un derecho que puede provocar cambios para aminorar los grandes males de la nación, como lo son la inseguridad, impunidad, corrupción, pobreza y desigualdad.

Entonces el voto también genera expectativas de cambio civilizado para buscar un mejor futuro, con más oportunidades para nuestro desarrollo personal y comunitario, salvo que, por razones de necesidad y hambre, el voto se prostituya y se venda al mejor postor, para que las cosas sigan igual.

Si al final del recuento de votos del 1 de julio nos encontramos que el próximo presidente de la República cuenta con la mayoría en el Congreso, no quiere decir que los electores le han dado un mandato para que tenga poderes absolutos. Quiere decir que le habrán de dar una oportunidad para gobernar con una base de amplia legitimidad popular e institucional, un voto de confianza para que impulse democráticamente la agenda de temas que ha planteado llevar acabo. También podría ser que están hartos de la actual clase política. Sin más.

En su caso, habrá que ver cómo es que se conforma dicha mayoría. Lo cierto es que ningún partido por sí mismo puede obtener más de 300 diputados de 500. Esto, que es casi imposible que suceda, ni siquiera le daría al nuevo presidente los dos tercios que requiere en ambas cámaras para lograr impulsar reformas constitucionales en el nivel federal; en adición, necesitaría del apoyo de la mitad más uno de los congresos locales, para que sus reformas sean exitosas.

Claramente puede alcanzar la mayoría absoluta de 334 diputados con una coalición en la que pacten las distintas fuerzas políticas del Congreso, los diversos temas de políticas públicas que les permitan tener afinidades de gobierno y legislativas. Aun así, no se tendría por qué sugerir que estaríamos frente al poder absoluto del presidente ni de una nueva hegemonía partidaria, toda vez que la nueva conformación de los poderes públicos emerge de elecciones legítimas y competitivas, y, en especial, porque existen mecanismos e instituciones que están diseñadas para controlar los excesos del poder absoluto. Decir otra cosa es dudar de lo que hace y puede hacer la SCJN, los órganos autónomos y los congresos locales. Es desconocer lo que es la división de poderes y el federalismo, lo que produce la reelección legislativa y los medios de control constitucional.

Me parece alarmista y estridente decir que un futuro gobierno con mayoría legislativa dejaría en un par de manos todo el poder del Estado. Esto es una mentira que no se sostiene bajo ningún argumento serio, y el ejemplo lo podemos ver en diversas democracias presidenciales, semipresidenciales y parlamentarias. Al día de hoy, Trump, Macron, Theresa May y Merkel tienen, en sus respetivos gobiernos, un parlamento con mayoría de su partido, o bien por medio de una coalición, y nadie los ha acusado de tener poderes absolutos.

En un sistema presidencial, el gobierno dividido es el peor de los escenarios que puede tener un presidente para gobernar democrática y eficazmente, dado que un congreso adverso, lejos de ser el dique de contención al poder absoluto, es el poder que genera mayores obstáculos y chantaje para el desahogo de la agenda de gobierno, y más aún con el sistema de partidos que tenemos. Los ejemplos sobran desde 1997 en México y Latinoamérica.

Krauze, al igual que Vargas Llosa, confunde la leche con la magnesia. Votar en libertad no es votar por el absolutismo, es lo contrario.

Twitter: @Jorge_IslasLo
(Académico en la UNAM)