In Vitro
La familia es un misterio que merece permanecer como tal. Nadie elige a ese grupo de personas con las que se comparten genes. Ser familiar de alguien es un asunto completamente casual. Isabel es, por azares de la vida, mi prima. Hija de un hermano de mi madre, del favorito. Eso, por tanto, la separaba del resto de mis primos. Es ocho años menor que yo, por lo que buena parte de la vida la vi como una pequeña niña con la que no tenía mucho en común. Además, antes la distancia separaba mucho más y ella vivía en la Ciudad de México y yo en San Luis; así, las esporádicas veces que no veíamos, no había mucho que decirnos. Eso sí, compartíamos juegos y fiestas familiares que ahora se transformaron en recuerdos que forman parte de ambas.
Así como en ciertas épocas hay parientes se vuelven indispensables, hay otras etapas donde simplemente desaparecen. Los genes son una cosa, pero la afinidad es otra. Al paso del tiempo, Isabel se hizo cercana por afinidad. Creo que fue primero el cariño por su papá, mi tío favorito, lo que me hizo querer conocerla. Luego, me di cuenta de que compartíamos el amor por los libros y un humor negro que a veces no nos hacía las más populares. Isabel estudió Ciencias Políticas, cosa a la que yo también le encontré el gusto en las aulas, aunque ella lo refinó al especializarse en Filosofía. Mi prima, la menor, se hizo una adulta bastante interesante. Como lo que se hereda no se roba, se inició a escribir influenciada por su madre, que fue periodista. Entonces, comencé a conocerla a través de sus textos, publicados en Letras Libres, Nexos, Tierra Adentro... Luego, leí sus libros, que ya son tres, y compré algunos de los documentos que publica Antílope, la editorial que cofundó.
Sin embargo, nunca me he sentido más cercana a Isabel que ahora que terminé de leer su más reciente libro, In Vitro (Almadía, 2021). Sentadas frente a un par de pecaminosos helados en una nevería de la Colonia Narvarte y aprovechando que el trabajo me había llevado a su ciudad, pude verla ahí, a lado de mi lindísima sobrina, su primera hija, desplegándose como madre, oficio que yo llevo ya casi tres lustros ejerciendo. Tomábamos nuestros helados las dos como las niñas que un día fuimos, y como las adultas en que nos hemos convertido: aquellas que comen sin culpas por las calorías que nos estábamos tragoteando. De manera natural comenzamos hablando de aquello que ahora nos unía: el ejercicio de ser madres. Y entonces nos dimos cuenta que para ninguna de las dos había existido ese halo rosa con olor a azúcar que la sociedad nos había dicho que era la maternidad. Al contrario. Para ambas, la experiencia inicial fue disruptiva, dolorosa, dura. Nos hizo, en cierta medida, desaparecer a aquella que fuimos, reconfigurarnos. Y luego, convenimos que ni para ella, ni para mí, había sido fácil compartir la experiencia con absoluta franqueza; sobre todo en un país donde ser madre te coloca un grado debajo de la santidad y la pureza, especialmente cuando parece que se trata de ejercer la abnegación sin medida y las culpas como modo oficioso de vida.
Me regaló In Vitro, el ensayo que parió prácticamente a la par de su hija. Lo leí de un tirón. La experiencia de su embarazo y el camino recorrido hasta tener a su pequeña medusa, me reconfortó: mi propia experiencia no estaba aislada, ni era única. El proceso a reconfigurarme como madre, no había sido singular. No había por qué sentirse culpable de no ser una mujer a la cual la maternidad le fluía de manera natural. El proceso de enseñanza se ha ido construyendo en ella y en mí. In Vitro no tiene edulcorantes, ni olores dulces agregados. No es suave, ni camina entre pétalos. In Vitro es un ensayo franco sobre la maternidad seca, la que se va construyendo a golpe de días, la que se grita en cada contracción. In Vitro habla de amor, pero también de la soledad en la que nos sumergen los hijos, donde se asume el presente, pero que descompone el pasado y donde la incertidumbre del futuro es la única vía abierta, aunque ese camino no esté del todo iluminado. Ellos no nacen sabiendo ser hijos. Nosotras no nacemos sabiendo ser madres. Cada gemido de ese ser nuevo, cada movimiento autónomo de esos que son nuestros hijos, nos acerca al misterio de nuestra propia humanidad, a nuestra propia finitud.
Isabel Zapata es una buena escritora a la cual la casualidad ha hecho mi prima. El azar nos hizo compartir material genético, pero eso queda un poco de lado ante la decisión meditada de querer tenerla cerca. Después de todo, no con cualquiera se puede hablar con la franqueza de un diálogo in vitro.
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