Queda lejos el tiempo en el que las libretas contenían todo aquel conocimiento que habías adquirido en un día cualquiera de clase. Muy lejos están cuadernos y libretas con buena o mala caligrafía, pero llenos de un cierto orgullo por ocupar las planas y usar una tinta que se distinguiera. Al menos así queda en la película que me cuentan mis recuerdos.
El tiempo ha devorado el papel y las ganas de plasmar de puño y letra nuestras concepciones y nuestras interpretaciones de una realidad que el maestro nos mostraba como genuina, cuando él mismo ignoraba que sólo repetía lo que otros inventaron en un momento de gloria o de batalla perdida.
Las libretas contienen emociones reflejadas en el tamaño de la letra que en ese momento delineábamos; contenían nuestro aburrimiento o cierto interés y todos los pensamientos periféricos en forma de corazones, flores, líneas, cuadros o puntos que iban llenando el espacio al margen del dictado o del apunte sobre las tareas para el día siguiente.
Las libretas se convertían así en algo más allá del registro de los temas de asignaturas semestrales o anuales; tenían personalidad, apreciada en lo que llamábamos forros y con las imágenes que en ocasiones eran permitidas por maestros de colegios particulares o escuelas públicas.
Los maestros solían clasificarte además, por la perfección de tu trazo o la claridad y la posibilidad que tus apuntes tenían de ser leídos y entendidos por otro que no fuera el autor mismo. Era el tiempo de la letra cursiva, el método Palmer y el Libro Mágico. Todos enfocados a tomar bien el lápiz o la pluma fuente y a partir de ahí, adquirir una caligrafía y un ortografía que aspirara a la excelencia.
Fui parte de esa generación en que las formas tenían una importancia ya olvidada. Un buen día el sistema escolar borró de sus programas dicha letra cursiva quizá con el pretexto de una universalidad que aún no era llamada globalización y quizá porque pensaron que la letra cursiva estaba en desuso y pasada de moda.
Hoy en día algunos reconocen que dicha metodología permite una conexión eléctrica en nuestros cerebros para que nuestras ideas sean expresadas con mayor y mejor claridad. Sin embargo la vuelta al pasado al parecer no es una opción en nuestros sistemas educativos. Los adelantos en la tecnología han sustituido la pluma y el papel en la mayoría de sus usos y si bien ambas herramientas sobreviven en escritorios y pupitres, cada vez son menos utilizadas bajo la creencia que se pueden obtener mejores resultados a través de un celular o una computadora.
Yo extraño el papel, los lápices de colores, los marcadores, las libretas, el papel común y corriente y la posibilidad de imaginar estilos de letras o de figuras entre renglones o cuadrículas. Quizá cómo se extraña todo aquello que va siendo borrado por el progreso y la modernidad pero que lucha por mantener un sitio con su sello y firma muy personales.
El tiempo ha devorado el papel y las ganas de plasmar de puño y letra nuestras concepciones y nuestras interpretaciones de una realidad que el maestro nos mostraba como genuina, cuando él mismo ignoraba que sólo repetía lo que otros inventaron en un momento de gloria o de batalla perdida.
Las libretas contienen emociones reflejadas en el tamaño de la letra que en ese momento delineábamos; contenían nuestro aburrimiento o cierto interés y todos los pensamientos periféricos en forma de corazones, flores, líneas, cuadros o puntos que iban llenando el espacio al margen del dictado o del apunte sobre las tareas para el día siguiente.
Las libretas se convertían así en algo más allá del registro de los temas de asignaturas semestrales o anuales; tenían personalidad, apreciada en lo que llamábamos forros y con las imágenes que en ocasiones eran permitidas por maestros de colegios particulares o escuelas públicas.
Los maestros solían clasificarte además, por la perfección de tu trazo o la claridad y la posibilidad que tus apuntes tenían de ser leídos y entendidos por otro que no fuera el autor mismo. Era el tiempo de la letra cursiva, el método Palmer y el Libro Mágico. Todos enfocados a tomar bien el lápiz o la pluma fuente y a partir de ahí, adquirir una caligrafía y un ortografía que aspirara a la excelencia.
Fui parte de esa generación en que las formas tenían una importancia ya olvidada. Un buen día el sistema escolar borró de sus programas dicha letra cursiva quizá con el pretexto de una universalidad que aún no era llamada globalización y quizá porque pensaron que la letra cursiva estaba en desuso y pasada de moda.
Hoy en día algunos reconocen que dicha metodología permite una conexión eléctrica en nuestros cerebros para que nuestras ideas sean expresadas con mayor y mejor claridad. Sin embargo la vuelta al pasado al parecer no es una opción en nuestros sistemas educativos. Los adelantos en la tecnología han sustituido la pluma y el papel en la mayoría de sus usos y si bien ambas herramientas sobreviven en escritorios y pupitres, cada vez son menos utilizadas bajo la creencia que se pueden obtener mejores resultados a través de un celular o una computadora.
Yo extraño el papel, los lápices de colores, los marcadores, las libretas, el papel común y corriente y la posibilidad de imaginar estilos de letras o de figuras entre renglones o cuadrículas. Quizá cómo se extraña todo aquello que va siendo borrado por el progreso y la modernidad pero que lucha por mantener un sitio con su sello y firma muy personales.