Macartismo

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Hay ya mesas en los parques que piden apoyo para encarcelar expresidentes. Se convoca en esos términos: ¿quieres que Salinas, Peña y Calderón vayan a la cárcel? Esa es la pregunta que se hace desde el partido en el gobierno. No se trata, por supuesto, de unos cuantos espontáneos. Siguen todos ellos la insistente invitación del presidente de la república. En algunos otros lugares del país donde se recogen firmas se simula que se pide un juicio, pero nadie duda de que buscan lo mismo: apoyo para una condena. ¿Quieres la hoguera para quienes odias? El espectáculo de estas mesas me parece monstruoso. No porque los expresidentes estén por encima de la ley, sino precisamente porque han de ser tratados de acuerdo a la ley. Ni más ni menos.

Se pone a los expresidentes en el mismo costal como si judicialmente pudiera tratárseles en paquete; no se identifica un delito concreto que motive el juicio; no hay, por supuesto, una prueba que pudiera aquilatar el firmante ni mucho menos posibilidad de que los incriminados en la plaza pública levanten la voz en su defensa. Se pretende esclavizar a una fiscalía que debería estrenar autonomía; se politiza de la manera más pedestre lo que debe ser rigurosamente técnico; se conculcan los derechos más elementales. Esto no es una fiesta democrática. Esto no tiene nada que ver con la democracia participativa. Esto es una escena de la barbarie, la perversión más grotesca del voto: hacer de la impopularidad razón suficiente para la inquisición. Organizar, desde el poder, el linchamiento de los vencidos.

Poner a votación popular el inicio de un proceso judicial es una barbaridad desde donde quiera verse. Si los expresidentes cometieron delitos, no hay obstáculo alguno para que se les procese. No se necesita, para el juicio, permiso de nadie. Es más: solo habrá juicio auténtico si la fiscalía y los jueces miran y ponderan las pruebas, escuchan la defensa y cierran los ojos a las demandas de la plaza y las insinuaciones del palacio. Lo más alarmante es, quizá, que el absurdo haya avanzado hasta este punto sin que haya retenes de racionalidad en el gobierno federal. Nada ha hecho, por lo menos públicamente, la antigua ministra que formalmente encabeza la Secretaría de Gobernación. Ante el delirio, el silencio. Podría confiarse en que la Suprema Corte de Justicia parará este despropósito monumental si el caso llega a sus manos, pero aún si la bóveda resiste la demagogia, el daño será inmenso y muy benéfico para la causa de la polarización y la desinstitucionalización populista.

“No quiero parecer verdugo,” dijo el presidente en aquella lamentable conferencia. ¿Será necesario subrayar la palabra “parecer”?

Votar no es sinónimo de democracia. Una votación que pretenda arrebatar derechos no es más que el encubrimiento popular de la autocracia. La calumnia tampoco es ejercicio de transparencia, como dice el presidente. Hace unos cuantos días volvió a la carga para descalificar al Gobernador del Banco de México con información equivocada y a cuestionar a sus críticos llamándoles desleales. No rebatió sus cuestionamientos. Se lanzó, como acostumbra, a golpear su honorabilidad. ¡Quienes cuestionan mis proyectos reciben dinero de fuera! Lo que escuchamos fue una denuncia de actividades antimexicanas. No se acusaba a ninguna organización de cometer un delito, de violar reglas o de engañar a la gente. Se acusaba a entidades de la sociedad civil de ser agentes extranjeros con la perversidad de quien insinúa sin comprometerse con una denuncia. El presidente, difundiendo un documento que misteriosamente había llegado a sus manos, no señala ninguna ilegalidad, pero atiza la sospecha... y se deleita.

Esto tiene un nombre: es macartismo. Acusar en la plaza pública sin mayor prueba que el rumor, insinuar traiciones a la nación, regocijarse con los soplones, imaginar la conspiración en todas partes. En eso ha caído la hábil manipulación lopezobradorista de la rabia colectiva. Macartismo. El presidente no siente necesidad de probar nada de lo que dice. Quien nada debe, nada teme, dice para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Lanza acusaciones y cultiva los efectos. El temible senador McCarthy fue un tirador de bombas, dijo el crítico Louis Menand. Tal vez fue lo único que fue.