México ante Venezuela

El rechazo del gobierno de México a la postura del Grupo de Lima —que insta a Maduro a no tomar posesión de su segundo mandato, y amenaza con retirar representaciones diplomática—, no debe leerse como un desinterés frente a lo que ocurre en Venezuela ni mucho menos como un apoyo al régimen de Nicolás Maduro, como ha querido verlo la comentocracia mayoritaria.
Las razones para oponerse a ratificar esa declaración tampoco deberían ser las que hicieron públicas algunos liderazgos del partido gobernante. La postura que vale la pena asumir —y que la propia Cancillería debió comunicar mejor— es la presentada por el nuevo subsecretario para América Latina, Maximiliano Reyes, donde México —antes que desentenderse del problema— busca habilitarse como un posible mediador para facilitar una solución.
El Grupo de Lima integró desde sus orígenes en 2017 a varios países con gobiernos de derecha o centro derecha, como los de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Honduras y México, aunque también a otros como el de Canadá. Ante la reciente llegada al poder de gobiernos de ultraderecha en Brasil y Colombia, sin embargo, las estrategias de este grupo se han radicalizado, al punto de que hoy no podemos descartar que se presten a una eventual intervención militar promovida por Estados Unidos.
Pronunciarse sobre la democracia en otras naciones es complejo. Casi siempre suele hacerse de forma selectiva y a partir de intereses concretos. Si se tratara solamente de principios, ¿no deberíamos pronunciarnos frente a los 49 países del mundo que Freedom House designó en 2018 como “no libres” y donde se violan derechos humanos de forma sistemática? ¿Por qué plantear una condena frente al madurismo y nada opinar de lo que ocurre en regímenes más autoritarios como Rusia, China, Arabia Saudita, Vietnam, Norcorea, Turquía, Irán, Tailandia o Turkmenistán?
Podría decirse que esas naciones no están en nuestro vecindario. Pero lo cierto es que tanto México como otros integrantes del Grupo de Lima no se inmutaron cuando Honduras tuvo en 2017 una elección sumamente cuestionada, donde las protestas en contra del fraude electoral fueron reprimidas con un uso excesivo de la fuerza, como documentaron diversas organizaciones de derechos humanos. Nada han señalado tampoco sobre Brasil, la mayor democracia de la región, que atraviesa por un marcado y preocupante deterioro desde que una presidenta electa fue depuesta con argumentos de dudosa legalidad.
Pero más allá de cuestiones principistas, Venezuela importa porque la crisis en ese país puede tener efectos nocivos para toda la región, especialmente en lo que respecta a los refugiados y migrantes que ya alcanzan casi los tres millones. Y ahí el gran problema de la Declaración de Lima es que no constituye una acción diplomática efectiva para resolver el asunto. No solo porque sus integrantes han asumido posturas irreductibles frente al régimen madurista, sino también porque se orientan hacia el espectáculo mediático en países donde la cuestión venezolana es un tema de política interna.
¿Por qué debiera México sumarse a ese juego? ¿Qué se gana aislando a un país? ¿Qué se ganó, por ejemplo, aislando a Cuba por décadas más allá de fortalecer
al castrismo?
El gobierno de México ha planteado una postura inteligente porque la ausencia de representantes diplomáticos, como promueve la declaración, lo único que hará es disminuir la capacidad de interlocución con los actores venezolanos. Porque en lugar de cerrar un canal de comunicación y favorecer el aislamiento, opta por el diálogo y la mediación. Como lo expresó el canciller uruguayo, Rodolfo Nin Novoa, al rechazar también esta declaración: “una política de confrontación y de aislamiento no es la más beneficiosa para encontrar una solución a los problemas de Venezuela”.

Hernán Gómez Bruera

Twitter: @HernanGomezB