Miedo y cambio

En el sexenio del presidente José López Portillo se hicieron célebres los abusos de quien fuera jefe de la policía del Distrito Federal, Arturo Durazo Moreno, alias “El negro”, sujeto que se atrevió a plantear al Supremo Tribunal de Justicia del entonces D.F. que lo distinguiera con el “doctorado honoris causa”, celebrado reconocimiento “por causa de honor” a quien adolecía absolutamente de tan preciada prenda. Y como la historia se repite siempre dos veces, una como tragedia y la otra como farsa, pues allí tienen que, recientemente, la rectoría de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas pretendió entregar ese reconocimiento al secretario de la defensa nacional, Salvador Cienfuegos, en un despropósito evidente que, afortunadamente, luego del escándalo desatado, fue cancelado.
Sin embargo, la intención cuenta y es evidente que, una vez más, nos encontramos ante un acontecimiento que busca normalizar, de manera “legítima” y no solamente “legal”, la intromisión de las fuerzas armadas en la vida cotidiana de la sociedad mexicana, justamente cuando se ha llegado a extremos de amplio rechazo a la política de fuerza desplegada por el actual régimen político para tratar de sofocar los problemas sociales presentes y, por supuesto, los que puedan derivarse de un eventual fracaso en su intento por conservar el poder en las elecciones presidenciales de este año. Lamentablemente, esa política de fuerza, desplegada largamente durante los dos últimos sexenios, ha desgastado a una institución que había gozado de respeto como garante del orden social frente a la corrupción policial.
Pero tanto el gobierno de Felipe Calderón como el de Peña Nieto se han encargado de llevar la intervención militar a extremos que, precisamente, preludian el carácter de la elección presidencial en juego, esto es, “un referéndum entre la expectativa de cambio y el miedo”, según la observación de Marcelo Ebrard (Revista “Proceso”, 11 de febrero de 2018, p. 17). El eje emocional de la elección, pues, es el miedo social y el correspondiente grado de seguridad pública que se llegue a vislumbrar, como acción comprometida, de quien pueda ser investido como “comandante supremo de las fuerzas armadas”. De allí que las propuestas preliminares dibujadas por los aspirantes a la presidencia de México, en materia de seguridad, se hayan visto muy controvertidas.
En el caso del precandidato del PRI, José Antonio Meade, su planteamiento en materia de seguridad es más que claro sobre el propósito de seguir la misma línea dura de los últimos gobiernos panista y priísta, como cuando, de entrada, reconoce que su propuesta “es simple”, consistente en “poner todo el peso de la ley sobre los delincuentes” bajo la premisa de que “si los criminales no respetan fronteras, la ley tampoco debe hacerlo” (texto “Todos por un México con seguridad y justicia”, en “La Jornada”, 23 de enero de 2018). O sea, cero límites a la ley en materia de persecución del delito, llevándose entre los pies el respeto a los derechos humanos. Si a esto se agrega el intento del gobierno peñista por aprobar la cuestionada “ley de seguridad interior”, pues ya imaginamos a lo que hay que irse ateniendo por parte de los ciudadanos.
Y como ya es costumbre, mientras que el propio secretario de la defensa nacional se muestra cauto en sus apreciaciones sobre temas tan álgidos como el de la ley de marras, exhortando a que la Suprema Corte de Justicia de la Nación resuelva sin presiones los varios recursos legales interpuestos en contra de dicha normatividad, el presidente Peña Nieto se ostenta “más papista que el Papa”, pidiendo “no regatear respaldo alguno a las fuerzas armadas”, en un típico “te lo digo Juan para que lo entiendas Pedro”, o sea, un discurso aparentemente dirigido a la sociedad mexicana, pero que más bien parece enviado a ese otro poder del Estado que debiera proteger la letra y espíritu de la ley (empezando por la máxima, la Constitución), pero que, frecuentemente, obedece más a intereses de orden político sectario.
Finalmente, mientras la discusión sobre la seguridad (sea nacional o pública) se lleva a extremos grotescos como el de la presunta intervención de los rusos o el fallido intento de premiar con un reconocimiento universitario al general, no puede dejarse pasar de lado el riesgo mayor que representa para la sociedad mexicana el desembozado intervencionismo de un representante de los intereses político-económicos y militares del gobierno estadounidense y sus corporaciones trasnacionales, como lo es el secretario de Estado, Rex Tillerson, quien ha hecho de su periplo en estos días por varios países de América Latina la ocasión para recordarnos “de qué lado masca la iguana” en cuestión de relaciones imperialistas que, en buena medida, descansan en el poder de la fuerza militar que el gobierno gringo es capaz de desplegar para garantizar sus ganancias y negocios.