El joven Ícaro

Seguramente recuerda usted, lectora, lector querido, la historia del vuelo de Ícaro. Según la mitología griega, Ícaro era hijo del arquitecto Dédalo, quien había construido el laberinto de Creta. Tanto padre e hijo se encontraban presos por el rey de esa isla, Minos.
Haciendo gala de todo su ingenio, Dédalo ideó un plan: saldrían volando de la isla a través de un par de alas que el mismo arquitecto fabricó con plumas de las aves de Creta cosidas entre sí con un fino hilo. Las orillas de las alas estaban unidas con cera, por lo que el vuelo tenía que realizarse no tan bajo, para que la humedad del mar no fundiera la cera, ni tan alto para que el calor del sol no hiciera lo mismo.
Tras unos cuantos ensayos, Dédalo e Ícaro despegaron. Todo parecía ir bien, incluso pasaron algunas islas cercanas a Creta. Sin embargo, la sensación de libertad hizo que el joven Ícaro se volviera atrevido en su vuelo, e incluso contra las advertencias de su padre comenzó a volar más alto, hasta el calor del sol comenzó a derretir la cera. Ícaro cayó al mar ante la vista de su padre y murió.
Me encontré con un joven Ícaro. Fue mi alumno hace ya varios años. Un chico listo, pero tampoco nada fuera de lo ordinario. Tesonero, eso sí. Era de los que se enojaba conmigo cuando le ponía alguna calificación que él consideraba injusta. Luego, ensayo en mano (yo no hago exámenes de pregunta-respuesta, porque esos son para primaria) iba a mi escritorio y, sin poder controlar su molestia, reclamaba su calificación. He de confesar que a mí me divertían sus rabietas, dado que, hoja por hoja, revisaba frente a él de nueva cuenta sus inconsistencias, faltas de ortografía, errores de redacción y contradicciones en su propia hipótesis. Luego, él se quedaba callado, sin nada mas que su coraje. En este punto no le quedaba de otra sino controlarse. Luego, para demostrar que la cuestión no era contra él, pedía el ensayo mejor evaluado y le mostraba por qué el suyo no era tan excelso como él creía. Así, todo el semestre.
Lo encontré cerca de la facultad, muy trajeado y ya con unos años encima. Se graduó hace poco y tuvo la suerte de ser contratado en el juzgado donde había hecho su servicio social. Me contó cómo en el poco tiempo que llevaba ya formalmente trabajando, había, según él, revolucionado el mundo de los proyectos de sentencia. Se pavoneó, con aparente modestia, de las correcciones que había hecho a otros compañeros, con más antigüedad.
Mientras lo escuchaba vinieron varias imágenes a mi mente: la primera, era él, más joven, frente a mi escritorio reclamándome calificaciones que únicamente existieron en su mente. La segunda, fue la imagen de Ícaro volando con toda su arrogancia hacia el sol. La tercera fue la imagen de un grupo de abogados comenzando a bloquear a un chamaquito que se cree Ulpiano.
No me cabe la menor duda que los jóvenes son el mejor remedio contra la ceguera de taller que suele invadir a quienes realizamos una tarea por muchos años. Nadie mejor que un antiguo alumno para mostrar nuevos caminos. Sin embargo, no hay peor consejera que la inexperiencia. Más cuando se mezcla con una mal entendida autosuficiencia.
El joven Ícaro tiene talento. Sus alas son la constancia con la que trabaja desde que era alumno. No dudo que tenga un buen futuro por delante. Así lo deseo. Sin embargo, creo que corre el peligro de volar demasiado cerca del sol y sentirse inmune al calor. Puedo casi ver sus alas cayendo ante la cera fundida. Su vuelo será breve si no comienza a aprender a escuchar otra voces y no la propia.
Nos despedimos con cordialidad y, en eso, un pájaro encima de nosotros decidió soltarnos sus desechos. Guácala. Le cayó justo en la parte cercana al hombro derecho, manchando su saco color azul. Yo me salvé por centímetros. Ícaro hizo una rabieta descomunal y yo, que acababa de comprar toallitas húmedas y las traía en mi bolsa por mero olvido, le ofrecí una. Se alejó limpiándose y maldiciendo. Mientras lo veía irse, pensé que el universo tiene un sentido del humor retorcido, pero certero.