Austeridad franciscana

El presidente AMLO insiste en llevar la austeridad republicana al extremo de la práctica de una pobreza “franciscana”, toda vez que no pocos funcionarios se resisten a bajar sus onerosos como insultantes sueldos. Obviamente, se trata de actuar con un espíritu de humildad, así como de solidaridad para con la mayoría de la gente que “sufre las de Caín” para subsistir con dignidad en la vida cotidiana… y no desfallecer en el intento. Y no es una tarea fácil desterrar el patrimonialismo en el servicio público, pero se debe hacer un esfuerzo para terminar con el brutal saqueo llevado a cabo con total impunidad y por tanto tiempo. Y no es únicamente cuidar el erario público, sino evitar que sea el poder del dinero lo que defina el derrotero del ejercicio del poder en cualquier espacio de representación y de gobierno.
Lo antes planteado requiere la reformulación de ciertos modos de actuar políticamente (in)correctos y que se convirtieron en “ley” por la fuerza de una mala costumbre prohijada por la clase política del viejo régimen “prianista”. Cómo olvidar aqui la célebre frase del profesor Carlos Hank González que reza “un político pobre es un pobre político”. La frase de marras ha sido el “modus operandi” de cierta clase usufructuaria del poder en México, de tal suerte que si no hay una “lana” de por medio para “aceitar la maquinaria” nomás no se avanza. Y como “un político pobre” no es redituable para efectos de lograr escalar la pirámide del poder, pues allí tienen que, apenas logran algunos hacerse de un “hueso”, la misión es no soltarlo y, de preferencia, lograr otro más grande para roer.
El punto es que, con esa disposición para el saqueo de los recursos públicos (el clásico “no me den, pónganme donde hay”), el “modus operandi” señalado escaló en voracidad, alimentando lo que alguien denominara como “animus chingandi”, una suerte de persistente vocación depredadora de lo público, empezando por la auto-asignación de elevados sueldos y groseros privilegios, reproduciéndose el esquema hasta en ciertas entidades públicas en las que se supondría que campeara una moderada y razonable administración (como el caso de algunas instituciones de investigación señaladas incluso como “peculiares mafias”).
Así las cosas, que ahora se pida a todos los servidores públicos que ajusten sus percepciones a una disposición constitucional que jerarquiza el monto límite hacia abajo del sueldo del presidente de la República, tiene su razón de ser porque de “motu propio”, sin necesidad de esa presión legal, pocos serían los que lo harían. Por tanto, aunque sea unos centavos por debajo del sueldo presidencial, ya es ganancia que se ajusten las percepciones de los altos funcionarios públicos y los que se resisten, alegando cuestiones burocráticas o procedimentales, es porque, simplemente no tienen ese espíritu solidario (ya no digamos “franciscano”) de dejar algo para bien de los demás.
Ese espíritu solidario es el que Arístides encarnaba en la Grecia antigua y Sandino Gámez, en su libro “El árbol que da moras” (Instituto Sudcaliforniano de Cultura, México, 2009) nos recuerda (citando a Plutarco) que fue, empero, opacado por Temístocles que “era largo de manos”. Arístides, el gobernante que reservaba del botín de guerra la parte correspondiente al Estado y no dejaba algo para sí mismo porque consideraba un honor el servicio prestado, fue, empero, condenado al ostracismo por influencia de los oligarcas griegos que, en cambio, tenían en Temístocles al “sabio” que, “largo de manos”, decía “no querría sentarme en una silla en la que no esperaran más de mí los amigos que los extraños” (Op. cit., p.16). La moral en política, pues, sigue siendo un ideal que puede -y debe- ser promovido y alcanzado, más no el árbol del que hablaba don Gonzalo, así sea que se trate de un uso descriptivo de la realidad política nuestra que se resiste al cambio.