Desconfiar de lo pensado

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Es necesario desconfiar de lo pensado. Nos tienta la facilidad de la reiteración. La vanidad de pensar que habíamos visto toda la película desde la primera escena. O, más bien, desde su anuncio. Creer que nada nos sorprende, que todo camina de acuerdo a lo anticipado. No importa si la reiteración proviene de los ilusionados o de los que gritan la llegada de la tiranía. El hermetismo es el mismo: incapacidad para modular el halago o el reproche. ¡Está naciendo la democracia auténtica!, suspiran unos. Todo lo que había antes era una farsa. ¡Ha muerto la democracia!, gritan los otros. Se asienta entre nosotros una dictadura feroz. Ninguno aprecia las continuidades, ninguno registra la contradicción. No hay, a su juicio sorpresas. Todo avanza de acuerdo al plan. Ambos sienten la urgencia de una definición, no solamente tajante, sino también vehemente. Exaltación y hermetismo son, por ello, las marcas del debate que no podemos tener sobre nuestra circunstancia. Haberlo descifrado todo ya y solamente esforzarse por gritarlo más fuerte. Ya se los he dicho mil veces, pero no lo he dicho con el ardor necesario: galopamos dichosos a la felicidad o nos precipitamos al abismo. 

Nos hemos convertido en marionetas del belicismo presidencial. Sirviendo a los antojos del señor de palacio, hemos llegado a la conclusión de que no hay que perder el tiempo entendiendo lo que pasa: hay que afiliarse. Estar de un lado o de otro. Y demostrar constante, obsesivamente que se está en el campo correcto de la historia. Si en algún lugar se muestra la eficacia del poder presidencial es ahí, en el imaginario del presente. Se nos ha convencido de que hace un año comenzó una nueva era de la historia mexicana y que lo más importante es afirmar una identidad frente a ese giro. Discrepo del megalómano, de sus aduladores y de sus malquerientes: no estamos ante el cuarto tiempo de la patria. Las continuidades son innegables y las sorpresas cuentan.

Me confieso incapaz de pintar el primer año de gobierno de López Obrador con un solo color. Lo encuentro cruzado por la contradicción y, a pesar de su conocida terquedad, dispuesto en ocasiones al viraje. Hay decisiones que me han sorprendido, y algunas para bien. He hablado mucho de su populismo de manual. He hablado también de su hermetismo ideológico, de la ceguera de sus fobias. Creo que es necesario registrar al mismo tiempo los bordes de esa persuasión. El populismo presidencial se aviene de pronto, en ciertos ámbitos, al recato institucional y sofoca el impulso de conflicto. A pesar de la intensidad de sus antipatías, hay órganos que ha respetado como presidente y mal haríamos si lo pasamos por alto. De lunes a domingo escuchamos agresiones e intimidaciones a los órganos autónomos. Pero no a todos. El presidente reconoce hasta el momento la autoridad de la Suprema Corte y del Banco de México, dos institutos cruciales para el país. No hemos visto aquí intento de colonización ni de sometimiento. Si el agravio a la comisión de derechos humanos o a tantas otras instituciones autónomas merece denuncia, también es necesario registrar los territorios del respeto.

El combustible del populista es el conflicto. En su entendimiento, la política muere en el consenso y se reaviva con antagonismo. Por eso asistimos diariamente a una misa de la enemistad. Una ceremonia no para dar la paz sino la guerra. ¿Quién recibirá esta mañana el honor de su insulto? Sólo una relación está para él, por fuera de este hábito: la relación con Estados Unidos. Con notable disciplina el presidente ha rehuido el conflicto con el norte. Puede decirse que su docilidad ha sido demasiado costosa. Que nos hemos convertido en el muro que Trump nunca soñó. Es cierto, pero lo que también debe resaltarse es que el presidente reconoce el peso de la vecindad. Por eso no juega al antiyanquismo y apuesta por la sobrevivencia nuestra zona económica. Estados Unidos representa el aplacamiento del belicista. 

Tras un año de gobierno es necesario recordar las razones del vuelco del 2018 y lo necesario que era el castigo a quienes antes ejercieron el poder. No puede entenderse el presente si no imaginamos la sombra de la alternativa.