Dos fracasos de la palabra

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La pandemia ha convertido al mundo en un laboratorio. No uno, miles: por todos lados se ponen a prueba teorías y se disparan hipótesis sobre el significado de la emergencia. No solamente se trata de entender el comportamiento del bicho mortífero y producir cuanto antes la vacuna o el remedio, sino también de aventurar conjeturas sobre el futuro y someterlas a prueba. Intuimos que la normalidad no será lo que fue, que este paréntesis en la marcha del mundo dejará una marca profunda. 

Lo inesperado confabula con lo precedente. Toda crisis es revelación: la excepción muestra de pronto y de manera brutal lo que habitualmente se esconde. Entre nosotros, la emergencia incuba en un caldo de desconfianza y polarización. Nos espera, seguramente, una política aún más renuente al entendimiento. Cada quien tiene su mundo, sus números y, de acuerdo al gobierno, cada quien su ciencia. Ustedes tendrán la suya, nosotros defendemos la nuestra. Lo que hemos escuchado en voz de la directora del consejo de ciencia del gobierno federal es una perorata fascistoide. No puede llamársele de otra manera. Hablar de una ciencia degenerada de los neoliberales y contrastarla con la promesa de una purificación científica evoca los tiempos más siniestros del siglo XX. Maldita ciencia de los judíos, maldita ciencia de los burgueses, maldita ciencia de los neoliberales. Arriba la ciencia aria, la ciencia proletaria, la ciencia nacional. Todos esos delirios ideológicos fueron anuncios de persecuciones e imposturas. Ya han comenzado en México. La batalla de la ciencia y de la cultura anuncia algo más: ante la ubicuidad de la guerra no hay armisticio intelectual posible. 

Lo que me temo es que la epidemia, lejos de alentar coincidencias para encarar al enemigo, ahondará el abismo del entendimiento. Si el diálogo ha sido difícil, se volverá imposible. El discurso del régimen se radicaliza y se fomenta el reflejo de secta. Ya no se trata ya de convencer a nadie más, no se busca atraer nuevos conversos. Se trata de intensificar las convicciones de los adeptos. Por eso la crisis cae como anillo al dedo a los sectarios: la fe se pone a prueba. Aunque resulte indefendible, hay que defender lo propio hasta el absurdo. No se trata ya de convencer a nadie, se trata de amurallarse en defensa de lo propio. Ante el desafío, lo que cuenta es la demostración de lealtad. Para dejarlo en claro, el presidente entrega medallitas a sus fieles, mientras fustiga obsesivamente a sus críticos de la prensa, como si esa fuera la urgencia del momento. Los puentes que existían entre empresa y gobierno han ido cayendo uno tras otro y crece la impresión en cada bando de que hablar con el otro es una pérdida de tiempo. La brecha es aún más preocupante porque la oposición carece de voces institucionales. No hay partidos y el Congreso está prácticamente muerto. 

Preocupa también el abandono de la ley. Se publicó esta semana un decreto que imprime sello oficial al capricho. La obcecación continúa. La única medicina que el presidente conoce es la austeridad. Ante cualquier enfermedad: la amputación. No hay que hacer muchas preguntas al paciente: hay que pasarlo por la navaja de inmediato. Con furor thatcheriano, López Obrador vuelve a lo mismo: cortar brazos y piernas de la administración, desprenderse de oficinas, bajar salarios. Lo hace ahora con un documento de antología. No es fácil encontrar una aberración parecida que haya llegado a las páginas del Diario oficial de la Federación. Soflama de vaguedades y consignas ideológicas, ilegalidades flagrantes, promesas ridículas convertidos en orden presidencial. Hágase mi voluntad, aunque la constitución me lo prohíba y la lógica suelte la carcajada. Suprimo derechos laborales mediante este decreto. Ordeno que por obra de mi deseo sean creados dos millones de empleos. Elimino diez oficinas, pero no sé cuáles. El dictado presidencial no encuentra filtro a su capricho. Nueva muestra de que la Secretaría de Gobernación permanece vacante.

Algunos han recordado en estos días a Tucídides, el historiador ateniense que describió los horrores de la peste. La epidemia, dijo en su crónica, no solamente carcomía los cuerpos, también degradaba las palabras. El contagio arruina el lenguaje. Tal vez el coronavirus ha dado en México el último golpe a la palabra. No es puente ni es orden. No permite el entendimiento ni ofrece claridad de mando.