El derecho a la felicidad

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En el texto de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, se sostiene como una verdad evidente, que es un derecho inalienable además de la vida y la libertad, la búsqueda de la felicidad. Es muy complejo definir con exactitud en que consiste la felicidad, al ser un estado emocional tan subjetivo, puede ser esa sensación de bienestar o un breve momento de satisfacción al alcanzar nuestras metas, en los distintos ámbitos de la vida. Daremos entonces como cierto que todo ser humano que habitó, habita y habitará en este planeta, busca incesantemente la felicidad, luego entonces en el recorrido temporal de este espacio maravilloso denominado vida la búsqueda de “el ser feliz” comienza. El recién nacido buscará su felicidad inmediata en saciar su hambre en el seno materno, sentir el abrazo cálido de su progenitora, para enseguida tomar una cálida siesta en el más silente remanso de tranquilidad. Que extraordinario y sublime cuadro de felicidad. Pero, ¿y si el bebé ha perdido a su madre? Me referiré a esta circunstancia más adelante. Transcurrirán los años, ese pequeño bebé crecerá y la irremediable influencia del constructo social le hará pensar que requiere otros satisfactores, muchos de ellos creados para hacerle creer que el poseerlos le harán alcanzar la felicidad al conseguirlos. En ese momento la vida se convierte en una continua y feroz competencia para alcanzar la tan anhelada felicidad, y justo ahí querido lector me parece, salvo su mejor opinión, la gran tragedia que le ocurre a esta humanidad desde hace ya varios siglos, la competencia voraz por la incansable búsqueda de una felicidad lejana y abstracta, es decir, la felicidad como meta individual, un lugar a donde todos quieren llegar, no importa como, ni a pesar de quien, por una falaz promesa inventada por sistemas de control que ofertan felicidad del yo como panacea. Así, a lo largo de los siglos se han erigido verdades sistémicas y se les ha colocado la etiqueta de “verdades evidentes”, como ocurrió en la citada Declaración, en su llamado aparentemente legítimo a buscar la felicidad y digo aparente, porque su proclama es a la búsqueda de la felicidad individual, en singular no plural. Seguro no lo había notado, pero la tradición liberal – burguesa que reconoce una serie de derechos “individuales” es muy enfática en ese sentido, en la felicidad liberal vista en apariencia de derecho, está revestida de individualismo, por eso dolosamente líneas atrás coloqué el ejemplo del bebé, claro, él bebe merece ser feliz, ¿qué bebé no merece serlo?, pero no depende de si mismo para serlo, desde esa tierna edad depende de otra persona, para ser precisos de su madre y su madre depende también de condiciones adecuadas para llevar a cabo su maternidad. A eso me refiero en esta columna querido lector, que la felicidad individual a la que se aspira en los sistemas individualistas, no es ni mucho menos una felicidad autonómica como nos lo han hecho creer, la felicidad es codependiente de todos en un “tejido social” -como hoy se dice- en lo políticamente correcto. Amigo lector, hay verdades desnudas que deben decirse como son, sin tapujos, acostumbrarnos a que nuestros oídos las escuchen puedan expresarse con toda claridad: vivimos en sociedades infelices. De estas sociedades somos parte, los Estados, sus gobiernos y nosotros todos somos corresponsables, porque seguimos replicando sistemáticamente la búsqueda de “mi” felicidad y no la de “nuestra” felicidad como especie. Estados liberales y socialistas han errado, porque ambos parten de premisas falsas, los primeros dejan hacer y pasar, los segundos quieren controlarlo todo. No es de ninguna manera utópico pensar que es posible cambiar de paradigma, se puede y se debe, la propuesta desde un renovado humanismo, la felicidad del individuo debe ser cambiada por la felicidad de la humanidad, en una relación de cooperación solidaria, entonces sí los Estados tendrán una justificación válida, ni Estados displicentes ni gendarmes, ya los vivimos ninguno nos ha funcionado, por eso desde esta columna que se escuche muy fuerte en las rimbombantes oficinas donde se diseñan las políticas públicas, se requieren: “Estados facilitadores”, Estados que sirvan a las personas y no las personas a los Estados. Repensar el Estado desde el menos común de los sentidos, el sentido común. La propuesta es el cambio de paradigma desde abajo, me refiero a la infancia y juventudes actuales, cambio que por cierto ya inició, ¿ha Usted platicado -en serio- con sus nietos o con sus hijos adolescentes? Le tengo una noticia ellos entienden que el ser feliz está vinculado directamente a la felicidad del otre (así con e), comprenden perfecto que no estamos ni vivimos solos, que el árbol que se destruye hoy será la sombra que no tendrá su nieta mañana, que las energías limpias eólicas y solares no requieren hidro o termo eléctricas que devasten el ecosistema, que el dinero público que se invierta en ciencia, salud preventiva y en educación de calidad siempre tendrá que ser mayor al que se destine a las armas. Por eso querido lector le invito a que nos sumemos a la generación irruptiva, les dicen (nos dicen a veces) a manera de crítica “generación líquida”, porque esta fuera de los “valores tradicionales”, y que bueno, los niños y jóvenes hablan distinto (Greta Thunberg), porque por siglos -en un liberalismo descarnado- se perpetuó como “valor” la búsqueda de la felicidad individual sin importar el otro, pero no nos habíamos detenido a pensar: ¿si el bebé ha perdido a su madre?, pues entre tod@s debemos sacarlo adelante a como de lugar. Por una felicidad incluyente con derechos emergentes. 

jorgeandres.manoizquierda@gmail.com