El Paso: palabras que matan

El silencio de los muertos obliga a hablar a los vivos. Las vidas de veinte inocentes –ocho de ellos mexicanos- tienen un valor que nadie debe menospreciar. Menos aún los dos presidentes.

Allá, Donald Trump se vio obligado –hipócritamente- a condenar “en una sola voz el racismo, la intolerancia y el supremacismo blanco”. Desde luego omitió referirse a que ha sido él mismo quien utilizó desde su campaña un discurso xenófobo y antimexicano con grandes beneficios electorales. Tampoco recordó los tiempos en que en uno de sus edificios de departamentos en Nueva York prohibió la renta “a todos los negros e hispanos”.

Aquí, el Presidente López Obrador se ha limitado a decir que eso –la matanza- no está bien; que “el asunto debe generar un debate y una reflexión por los ataques xenófobos que no solo lesionan a la sociedad estadounidense, sino también a nuestro país”. Incluso el secretario Marcelo Ebrard va más allá, al reconocer –y casi aplaudir- la declaración trumpista: “coincidimos con el hecho de que en este statement aparezcan el racismo y la supremacía blanca como problemas serios en los Estados Unidos”. Pero ni el presidente ni el canciller se han atrevido a alzar la voz para exigirle una explicación al señor Trump: ¿sigue usted pensando que todos los migrantes mexicanos son criminales y narcotraficantes? Llama la atención que en las declaraciones de nuestro gobierno no aparezcan nunca palabras como indignación, consternación, ultraje, infamia o agravio; vaya, ni siquiera se ha mencionado por su nombre al presidente de los Estados Unidos.

Allá y acá se han tendido cortinas de humo: Trump pidiendo la pena de muerte para el criminal, como si eso solucionase en algo la larga cadena de tiroteos durante su mandato. Aquí, con tres iniciativas que el gobierno sabe que son absolutamente imposibles: la extradición del asesino múltiple que jamás será aceptada ni por la Casa Blanca ni por el aparato judicial; la modificación de la Constitución de los Estados Unidos, cuando bien se sabe que el brazo político de los poderosos fabricantes de armas, la Asociación Nacional del Rifle, es el gran donante de las campañas políticas; tan solo a Trump le dieron 11 millones de dólares. Es ingenuo pensar que desde aquí vamos a tumbar o achicar un negocio gigantesco que ha hecho que los estadounidenses tengan 300 millones de armas, más que habitantes. La tercer respuesta mexicana sería irrisoria, si no se tratase de un asunto tan grave: que vamos a contribuir en la investigación que por el delito configurado de terrorismo se efectúe allá. ¿Usted se imagina a los sabuesos del señor Gertz Manero husmeando en Texas y con licencia de Washington?

A ver: la matanza de El Paso es un asunto fundamentalmente político. Y lo que debieran pactar los dos gobiernos es el cese inmediato del discurso y la campaña de odio de Donald Trump hacia México; ayer con las acusaciones, luego con el muro, más tarde los aranceles y siempre la migración.

El Paso es un antes y un después. Una masacre inédita. No se trató de un demente disparando a diestra y siniestra. Patrick Crisius viajó nueve horas y 700 kilómetros de Dallas a El Paso, nutrido por el discurso del racismo y la persecución de nuestros paisanos que Trump ha promulgado toda su vida. Por eso antes el asesino “manifestó” que su propósito era “salvar a mi amado Texas, por la invasión en contra de la raza blanca”. Mi objetivo, dijo el joven de 21 años, fue “matar a tantos mexicanos como fuera posible”.

Ese debiera ser el centro del debate. Y no las palabras presentes 

y ausentes.