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El vino de los Papas

Por Alfredo Oria

Mayo 09, 2025 03:00 a.m.

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Sobre las laderas del Ródano meridional se dibujan los pentagramas de las viñas que componen la sinfonía de Châteauneuf-du-Pape, una de las denominaciones más prestigiosas de Francia. “El castillo nuevo del Papa” evoca un vínculo directo con el papado de Aviñón (1309–1377), cuando los pontífices trasladaron su sede desde Roma a la ciudad provenzal. Juan XXII, segundo Papa residente en Occitania, impulsó el cultivo de la vid alrededor de su residencia de verano. Lo que comenzó como una iniciativa agrícola adquirió pronto un carácter vitivinícola que terminaría dando una nota de excepción. Mucho tiempo más tarde, en 1936, Châteauneuf-du-Pape fue una de las primeras denominaciones reconocidas bajo el sistema de Appellation d’Origine Contrôlée (AOC) en Francia.

El papado regresó de Aviñón a Roma en el año 1377, como dijimos. Este regreso fue impulsado por el Papa Gregorio XI, y a partir de entonces comenzó una historia de consumo de vino de mesa en los estados pontificios, que en 1929 se reducirían a lo que hoy es el Vaticano. Desde aquellos tiempos prerrenacentistas, los pontífices han mantenido una relación íntima con el vino, no sólo como el símbolo litúrgico de siempre, sino como producto gastronómico. Aunque no existe un “vino oficial del Vaticano”, la Santa Sede mantiene una pequeña producción privada en Castel Gandolfo y recibe selectas donaciones de regiones tradicionales. En la actualidad, el vino que se sirve en las mesas vaticanas es sobrio, de origen italiano en su mayoría —Piamonte, Toscana o el Lazio—, elegido por su calidad más que por ostentación.

En nuestra época, la comunidad residente en el Vaticano, compuesta por apenas unas 800 personas, es predominantemente europea, con ciudadanos italianos, suizos, alemanes, españoles y franceses entre el clero y el personal laico. Sin embargo, alrededor del 30% de los trabajadores de la Santa Sede —incluidos los cuerpos diplomáticos y religiosos— provienen de países con tradición vitivinícola como México, Estados Unidos, Argentina o Australia. Esta diversidad cultural influye en las preferencias de consumo y en la selección de etiquetas que acompañan actos protocolares o cenas privadas, y explica el siguiente dato: el Vaticano es el país con mayor consumo per cápita en el mundo, alcanza un promedio de 74 litros al año, unas 100 botellas por persona. Imitantur bonum.

Así, la conexión entre Châteauneuf-du-Pape y la Santa Sede no es sólo histórica. Representa una confluencia entre el refinamiento humano y el legado eclesiástico. Aunque el vino ya no proviene de dominios papales, conserva un aura de dignidad. Hoy, en una comida en la Casa Santa Marta, no sería raro que una botella de Châteauneuf acompañe un plato de pasta o cordero, apreciada seguramente por sus virtudes enológicas.

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En este cruce de caminos entre historia, cultura, religión y tradición, el Châteauneuf-du-Pape recuerda que el vino no sólo es símbolo, no sólo es liturgia, no sólo es alimento espiritual, es también el líquido secular que comparten cardenales y monjas con enófilos devotos de todo el mundo.  

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