Felicidad y políticas públicas

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(Primera de 2 partes)

A propósito del inicio de año y del ánimo optimista y esperanzador que caracteriza esta época, es un buen momento para revisar qué están haciendo los gobiernos para mejorar el bienestar de la sociedad. Y precisamente, uno de los enfoques que está llamando la atención de los “hacedores” de política pública en América Latina, es la utilidad de los estudios sobre la felicidad y su impacto en la calidad de vida de la sociedad.

A grandes rasgos, la felicidad se considera un estado de ánimo y al mismo tiempo un objetivo que persigue la humanidad desde que existimos sobre la tierra. Ésta ha sido descrita, explicada y comprendida principalmente desde disciplinas como la filosofía, la teología, la psicología o la psiquiatría… exponiéndola como un tema personal y meramente subjetivo. Sin embargo, hoy se argumenta que la felicidad es medible a través de ciertos criterios y se encuentra ligada a los diferentes factores políticos, sociales, económicos y culturales de cada determinada sociedad. La felicidad se ha vuelto un campo de estudio enfocado sobre todo a mejorar los entornos comunitarios, relacionada directamente con el desarrollo de las sociedades. Se habla pues, de la “ciencia de la felicidad”.

Relacionando la felicidad con lo público, aquí cabe mencionar un principio aristotélico que refiere a “la felicidad como el fin último de la polis”, es decir, que la felicidad entendida como bienestar y satisfacción de la sociedad es el objetivo final del Estado. Entendiendo este argumento desde la teoría política y de manera aplicada desde las políticas públicas: es menester, compromiso y responsabilidad de un gobierno, encaminar a sus ciudadanos hacia una vida mejor. En el mejor de los casos, a una vida plena y satisfactoria que conduzca hacia la prosperidad de sus ciudadanos.

En 1938 “El Grant Study” de la Universidad de Harvard destaca la felicidad enfocada al bienestar de las personas y a su vida en sociedad. A finales del siglo XX hicieron su arribo “la psicología positiva” y el “bienestar subjetivo” colocándose como ejes centrales de los estudios sobre la felicidad, basados en criterios muy particulares que ayudan a medirla. Con estos enfoques, podemos conocer la correlación entre realidad y percepción, entre desarrollo humano y felicidad. A partir de ello, primero desde el ámbito privado y empresarial, y posteriormente desde lo público y gubernamental, se busca diseñar, implementar y fortalecer acciones y programas que permitan mejorar la calidad de vida de las personas en comunidad y abonar en la construcción de entornos más armoniosos que permitan reducir emociones colectivas como ansiedad, depresión, estrés y violencia generalizada; sensaciones y percepciones que caracterizan a la sociedad de hoy en día.

Es así que una de las premisas globales, establecidas por los organismos internacionales, para el adecuado desarrollo de las sociedades modernas es que cada gobierno local debería favorecer la felicidad, el bienestar y el bien común, a través de políticas y programas. Por ello proponen que esto deba iniciar al interior de las organizaciones gubernamentales, para después trasladarlo a una efectiva implementación de planes y acciones de gobierno. Esto, se argumenta, debería traducirse en un mayor rendimiento de la administración pública local y en la reducción de conflictos y violencia social.

Todo esto puede sonar muy romántico. Sin embargo, es una realidad que este enfoque está permeando fuerte en las instituciones académicas y en los organismos internacionales, mismos que de la mano de los gobiernos han evaluado y diseñado las políticas públicas para el desarrollo. Entre todos, hay un consenso generalizado acerca de que, para medir y mejorar el desarrollo de un país, nunca es suficiente la estadística basada en factores económicos.