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Jacarandosa

Por Yolanda Camacho Zapata

Junio 11, 2024 03:00 a.m.

A

Jacarandosa. Eso era lo primero que pensaba en cuanto la veía pasar. Era más o menos 1999, y yo en ese entonces trabajaba en el centro. Ella aparecía ahí por la calle de Uresti. Iba caminando con altísimos tacones, generalmente de plataforma y con vestidos usualmente entallados, de estampados florales y tonos alegres. La recuerdo bien enfundada en un vestido de licra gruesa color blanco, con dibujos de hojas enormes y flores anaranjadas. No se por qué ese día casi me le emparejé caminando y pude notar que sus aretes hacían ruido. Un ruido, como ella, desenfadado y jovial, casi como si trajera colgados un par de cascabeles y no una hilera de cuentas de plástico color naranja. No nos saludamos, después de todo, yo venía atrás de ella.  

La Jacarandosa se volvió parte de mi paisaje urbano. Noté que generalmente, cantaba. En aquél entonces los teléfonos móviles todavía no se apoderaban de nosotros, así que uno hacía cualquier cosa por entretenerse. Deduje que trabajaba, como yo, en alguna dependencia del centro. Imaginé su escritorio con una lapicera hecha a mano, quizá regalo de algún sobrino, pegada con Diurex una foto con sus compañeros de oficina, tomada, quizá, en algún cumpleaños. Pensé que seguramente sería de las que adornaba su espacio de trabajo ad hoc a la época: flores en primavera, conejos en Pascua, escarcha en Navidad, acompañada, seguramente, con un arbolito de navidad con pequeñas esferitas colgando. 

Un día, supe que estaba enamorada. Era más temprano de lo habitual y yo tenía frente a mí un día lleno de expedientes. Estaban por dar las siete de la mañana y yo ya había estacionado al poderosísimo Nubecino, mi fiel vochito de esos días. Entonces, en una de esas callecitas con nombre perdido, pero que sirven para acortar distancias, se abrió una puertecilla con escaleras y descendió la Jacarandosa. Taconazo alegre, venía cantando. Atrás de ella, un hombre que, a todas luces le sacaba algunos añitos. Él venía arreglándose el cabello, negro, sospechosamente negro. Le agarró las nalgas y ella se rio. Estaba feliz. El hombre, entonces, la atrajo hacia sí. La besó. Yo me volteé para otro lado y me sentí contenta por esa mujer, a la que en ese entonces veía mucho mayor que yo, pero que, en realidad, no me sacaba ni una década.  

La vi varias veces, hasta que la olvidé así como se olvidan las cosa que vamos dejando cuando abandonamos los escenarios; cuando ni siquiera los extrañamos porque ya estamos actuando otro papel. Hasta hoy, que iba caminando cerca de los lugares de aquél entonces, ahora, que he vuelto a habitar el centro. La reconocí inmediatamente como cuando uno se encuentra con el pasado. Era ya casi medio día. Caminaba vigorosa como aquél entonces y llevaba puestos unos aretes colgantes de piezas metálicas, como dos cascabeles. Ahora, venía de frente. Pude verla bien: el paso del tiempo no perdona a nadie, pero ella lo ha llevado con gracia. Al llegar a cierta esquina, vi cómo había un vehículo esperándola. Al volante, el mismo hombre de hacía años, estoy segura. Sólo que ahora era un verdadero anciano. Escuché que ella le decía: “¡Pero cómo te viniste manejando! ¡Es peligroso! ¡Si no lo haces por ti, caramba, piensa en la pobre gente de la calle!”  Él la volteó a ver, le sonrió y subió los hombros. Ella se acercó y le besó la cabeza. Luego, se subió al carro y se fueron. 

Yo me quedé ahí, pensando en lo afortunada que es la vida, que nos devuelve los escenarios con todo y personajes.