La posverdad nos ha alcanzado

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Con el arranque de cada año, he procurado privilegiar en mis primeras dos o tres columnas las megatendencias clave que caracterizarán al sistema internacional en los meses venideros y que además son relevantes para México, sus políticas pública y exterior y nuestros intereses en el mundo. En la de hoy abordo un fenómeno que a lo largo de 2019 comenzó a erguir la cabeza y que hoy se cierne como una verdadera amenaza.

Es cierto que una imagen vale mil palabras. Pero un video con audio hoy vale mucho más que eso y “ver para creer” es un refrán que quizá ya no podamos seguir usando en la política y las relaciones internacionales en el futuro cercano. Y es que de manera creciente, un nuevo vocablo está apareciendo en la política, del cual me temo escucharemos mucho más este año de elecciones presidenciales estadounidenses y de fluidez y rivalidad geopolíticas en el mundo: deepfake.

El término nació de la unión de un concepto tecnológico, el deep learning, como se conoce al aprendizaje profundo de sistemas de inteligencia artificial, y la palabra fake. Es en realidad un proceso que lleva ya tiempo marinándose, sobre todo en la industria cinematográfica y que todos hemos visto, ya sea con la presencia en pantalla de actores que ya no están con nosotros (Carrie Fisher como la Princesa Leia en la saga de “Star Wars”, por ejemplo) o aquellos que ahora aparecen como más viejos o jóvenes de lo que son. El brinco del entretenimiento a la política y geopolítica no iba a demorarse; es más, ya ocurrió. Surge como una técnica de inteligencia artificial que permite editar o crear videos falsos de personas que aparentemente se ven como reales, utilizando para ello algoritmos de aprendizaje no supervisados, conocido en español como RGA (red generativa antagónica) y videos o imágenes ya existentes. El resultado final es un video muy realista, aunque falso o alterado. Jordan Peele, director de las películas “Get out” y “Us”, fue uno de los primeros en alertar sobre las consecuencias de manipular imágenes para confundir a la audiencia. Para demostrarlo, protagonizó y publicó un video como si fuera Barack Obama, insultando al presidente Donald Trump. El ejemplo reciente más notorio es la edición de un discurso trucado de Nancy Pelosi a principios de 2018. El video se viralizó a través de la cuenta de Trump y de redes sociales conservadoras como evidencia de su supuesta senilidad, alcoholismo o un problema de salud mental. Ahora todavía se pueden buscar las imágenes verdaderas en internet para compararlas con los deepfakes. Sin embargo, es la proverbial punta del iceberg: al ritmo al que se está desarrollando la tecnología, en poco tiempo se podrán generar contenidos propios, sin la necesidad de una imagen previa, lo que dificultará poder determinar si un video es real o no.

Estamos en la antesala de una era en la que rivales políticos —socavando elecciones— o geopolíticos —naciones o actores no estatales recurriendo a la desinformación o a sembrar conflictos— pueden hacer parecer que cualquier persona diga cualquier cosa en cualquier momento. Esta es una coyuntura peligrosa y de consecuencias masivas. Imagine un video que muestre al primer ministro israelí en conversación privada revelando un plan para una serie de asesinatos políticos en Teherán. O un clip de audio de funcionarios iraníes planeando operaciones de represalia por el reciente asesinato del general Soleimani, un video que muestre a un general estadounidense en Afganistán quemando el Corán o audio de Elon Musk revelando un defecto masivo el día antes de un gran lanzamiento de Tesla. O incluso, del presidente López Obrador amenazando invadir Guatemala.

Es probable que los medios para crear estos ultrafalsos proliferen rápidamente, produciendo un círculo cada vez mayor de actores capaces de desplegarlos con fines políticos, geoestratégicos, disruptivos o de lucro. En sociedades ya de por sí polarizadas, donde pulula el asalto a la verdad, donde la narrativa cuenta más que los datos duros y donde la confianza pública en los medios de comunicación está en mínimos históricos, esto es un ingrediente letal. La desinformación es un arte antiguo, por supuesto, pero uno con una relevancia renovada en esta década. A medida que la tecnología deepfake se desarrolla y se extiende, 2020 será un año en el que se diriman batallas entre realidad y ficción, y la ficción bien podría resultar ganadora.

(Consultor internacional)