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La sangre de las plantas

Por Yolanda Camacho Zapata

Agosto 13, 2024 03:00 a.m.

A

Lorena llegó como acostumbra, silenciosa pero contundente. Cruzó el umbral de mi oficina así como si le diera pena entrar, pero con paso firme. Saludó sonriente. Me dijo que venía a entregarme una invitación para ir a un evento en su tierra, Cerritos, pero yo sentí que en realidad había algo más. Lo había. Abrió su bolsa, metió la mano y ésta apareció con un pequeño libro con tapas negras: “-Vengo a traerte mi libro-“. Yo sabía que  hacía poco la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla le había publicado una compilación de cuentos y, de hecho, le había pedido que en una vuelta a San Luis me le trajera para comprárselo. Yo había tenido una semana marcada por cuatro días de migraña y justo ese día me había sentido un poco mejor, aunque me daba miedo moverme bruscamente y que regresara el dolor. Como siempre he creído que los libros curan igualito que los analgésicos, la aparición del libro de Lorena me pareció providencial. “-Seguro con esto me acabo de  curar-“, pensé.  Me estaba parando para ir por mi cartera y Lorena me dijo: “-No, te lo regalo-“. Actos seguido tomó una pluma y le escribió una dedicatoria que no leí porque inmediatamente cerró la portada, como para que no la leyera enfrente de ella. A mi me dio ternura el gesto. Le agradecí el regalo y poco después nos despedimos. En veinticuatro horas, ya lo había acabado y se me había quitado la migraña. 

Lorena tiene un toque especial para meternos entre sus renglones y hacernos recordar a través de sus cuentos nuestra  propia infancia. La historia que da título al libro, La Sangre de las Plantas, me llevó automáticamente a una mañana de domingo en casa de mis abuelos, cuando mi mamá y mis tías nos ponían a revolver tierra del jardín delantero. Había ahí unos rosales ya viejos y recuerdo que en una de esas se me pasó la mano dándole vueltas a la tierra y saqué la mitad de la raíz. En mi afán por regresarla acabé arrancando aquél grueso origen. Con las manos rescaté una especie de líquido que salía del origen de la planta. Entonces me di cuenta que las plantas sangran. 

Todas las historias de Lorena sangran algo. En unas es la pérdida de la inocencia, en otras  cómo se escurre la vida o cómo se inyecta la violencia, de qué manera la infancia queda atrás a golpe de realidad. Pero no solo hay dolor, en todos ellos hay una infinita ternura que parte desde algún lugar puro como las plantas y que crece solo, sin que nadie lo riegue. Es una dulzura que en mucho se parece a las flores silvestres que crecen así nomás, porque se les da la gana pintar pequeños colores a ras de suelo. 

La lectura  de La Sangre de las Plantas fluye de manera natural. Todos sus protagonistas son Lorena y a la vez no son, porque también soy yo, en los rosales de la casa de mis abuelos y seguramente también será usted, lectora, lector querido, dando de tumbos en la noche esperando a que llegue su papá, o en el patio de la escuela, devorando un pulparindo.

Lorena Rojas está reclamando su lugar en la literatura junto con este interesante grupo de mujeres mexicanas de letras que entran tal y como ella entró a mi oficina: silenciosas, pero contundentes y tan naturalmente como la sangre de las plantas.