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Las cosas inútiles

Por Yolanda Camacho Zapata

Agosto 08, 2023 03:00 a.m.

A

Frecuentemente la veo pasear por las calles del centro. Debe tener más o menos mi edad, pero parece mucho mayor que yo. Es porque la ha tratado mal la vida. Pero su andar es ágil, la cara hasta bonita. Sin embargo, se ve sobre ella el peso de una nube negra. Está sucia, despeinada, huele mal incluso a un par de metros a la distancia. Empuja con determinación un carrito del mandado que en algún tiempo perteneció a Soriana. Adentro se ve una cobija a cuadros, botellas de plástico, una cadena de ferretería, dos zapatos que no hacen juego, una muñeca sin brazo, una Coca-Cola, restos de comida en un contenedor de unicel, un cuadro de un caracol marino con el marco roto. No habla con nadie, ni con ella misma. Sus ojos van perdidos en el tiempo. ¿Quién fue antes? ¿Cómo se convirtió en ella, la de ahora, la del carrito Soriana?

Una vez la vi ya por la tarde. Se hacía de noche. Ella estaba a media banqueta. La cobija extendida, el carrito estacionado de manera perpendicular a la pared, el cuadro del caracol recargado a lado de ella. Acomodó un costal de Cemex doblado que adentro tenía algo, quizá un cojín viejo, o trapos; recargó su almohada en el carrito y se acostó. Volvió a levantarse y del carrito sacó un plástico azul que en algún momento fue una lona de épocas electorales y se tapó. Luego cerró los ojos, lista para dormir.   

La he visto después en mis andares por el centro, siempre con esa mirada profunda pero extraviada. A veces veo que esculca la basura y en un proceso cuidadoso, selecciona objetos, depura otros. Dos latas en el carrito, una bolsa de mujer ya rota de vuela a la basura. Hace poco vi cómo sacó un cordón dorado de esos que usan las túnicas de los santos de las iglesias. Sonrió y se lo acomodó en la cintura, le hizo un moño y se paró derechita. Muy oronda y con la mirada en alto, salió hacia Fundadores empujando su carrito. 

El otro día  en una de esas calles angostitas la vi de lejos. Había mucha gente alrededor, típico de estas épocas, donde las escuelas están de vacaciones y se aprovecha para ir al centro a conseguir los libros, uniformes y zapatos. Ella decidió que no había nadie más a su alrededor, así que extendió su cobija, estacionó el carrito para ponerlo de cabecera y acomodó el cuadro del caracol, como para echar una siesta de media mañana.  La gente comenzó a bajar de la banqueta para saltarla y continuar su camino. Un par de mujeres que caminaban delante de mí se molestaron. Las escuché decir cómo “esa gente” ensucia el paisaje, estorba. Una de ellas señaló que en el carrito guardaba puras porquerías, cosas inútiles, pura basura. Y  así siguieron su diálogo, hasta que doblaron la esquina y las perdí de vista. 

En realidad, ese carrito de Soriana transporta todo lo que en esa vida importa para esa mujer, que no dejo de pensar, pude haber sido yo, pudo haber sido cualquiera de esas mujeres que paseaban en el centro. En ese armatoste metálico está la cocina, la sala, el comedor y el dormitorio de esa chica. Ahí están sus joyas y su decoración. Ahí está también su pasado, su historia perdida en la mirada profunda, ahí está lo que un día fue. No son cosas inútiles, es ella, toda ella la que se empuja sola sobre cuatro rueditas destartaladas.  

He visto a gente aferrarse a cosas extrañas: cobijas de bebé que desde hace por lo menos tres décadas ya no tienen dueño, flores secas en medio de las páginas de un libro, piedras recogidas en un viaje, cajas de madera. Todas esas cosas se guardan porque significan algo para quien las tiene. Quizá para otros sean objetos  inútiles, basura sin sentido. Únicamente el dueño sabe que la historia íntima se guarda en objetos personalísimos y que así como la mujer del carrito lo entiende, no hay cosas inútiles.