Las reglas del juego

Chin, ¿Hoy de qué escribo mi columna? No se me ocurre nada. Pero escribo. “Al escribir sucede lo mismo que cuando uno se enamora. De pronto uno necesita escribir sin saber por qué”, como declaró Juan Carlos Onetti.

Algo así debió pasar Joaquín Antonio Peñalosa, quien escribió: “Me cuesta mucho escribir lo que sea. Soy hijo del desierto, de este árido altiplano potosino donde una rosa apunta un milagro”. Thomas Mann apuntaba: “El escritor es alguien a quien le resulta más difícil escribir que a otras personas”.

Escribir es fácil, se piensa comúnmente. Sólo es cosa de juntar palabras: artículo, sujeto, adjetivo, verbo, adverbio complemento. Y poner tildes y signos de puntuación.

En las redes sociales es todavía más fácil, pensamos. Todos lo hacemos. Si pongo mayúsculas no necesito poner acentos. Y para que se entienda más le pongo un emoticono y ya.

Total, leer y escribir lo aprendemos desde que estamos en primero de primaria, ¿no?

Sí y no. Cada palabra tiene o suyo. Hablada o escrita, por ritmo, sonido o sentido. Para muestra basta ver cómo le ha ido al presidente electo por decirle “corazoncito” a una reportera, o la pena ajena que dieron los diputados locales en la sesión donde violaron la Constitución.

Claro, el no decir algo también puede ser agresivo o agradecible: mejor no hablo de los de mi partido cuando la riegan, o no toco un tema que puede ser perjudicial para mí.

Escribir una columna puede llevar dos o tres horas, para que no haya tantos problemas de concordancia y de ritmo, cacofonías, vicios del lenguaje, muletillas, “rebuznancias” y otros problemillas además de las inevitables erratas.

Mojar el cálamo o abrir un documento en el procesador de palabras para escribir ese poema, cuento, historia o artículo es fácil, debe ser un acto de libertad y de soltarse el pelo. Es cosa de perderle el respeto a la hoja en blanco, de no intentar hacer una obra trascendente desde el principio.

Y sale porque sale. Hacerlo con estilo y aportar algo más que una frase bien estructurada, no es tan fácil, sobre todo cuando se hace profesionalmente. Hay que corregir, reescribir y a veces empezar otra vez. Es un juego que se vuelve diversión, y a veces obsesión, por no decir locura. Leer enloquece dos veces al Quijote, según Carlos Fuentes.

Hay quienes escriben sin acentos o sin la puntuación adecuada y alegan que es su estilo. Ponen de ejemplo a Saramago, quien escribe encabalgando las oraciones, aunque haya aún muchas millas de distancia. Pero eso va aparejado a años de experiencia, de aprenderse las partituras de esa música que puede surgir con la palabra. Por eso dicen que hay que conocer las reglas antes de romperlas.

La escritura es una forma de comunicación que imita al habla, pero tiene sus propias reglas para imitarla mejor. Un ejemplo muy común es que no es lo mismo “te deseo buenas noches” que “te deseo, buenas noches”. O lo horrible que sonaba aquel anuncio de “se vende jabón para niños con forma de hipopótamo”. La dificultad de que el lector entienda, o más, sienta algo, aumenta cuando decidimos emplear lenguaje literario. Como en este ejemplo, visto en un meme: “—¿Para qué calientas el boiler y luego no te metes a bañar? — Pero Sor Juana, no puedes escribir eso... — Oh, bueno, entonces que diga: “¿Para qué me enamoras lisonjero / si has de burlarme luego fugitivo?”

La escritura es técnica y arte, y como es tan común poco nos detenemos a pensar sobre ella hasta que queremos ir más allá del propósito comunicacional de informar o demostrar. Llamamos poema a escribir sobre sentimientos, y escritura académica a la que cumple con las disposiciones de la APA. Lo interesante es ir más allá. La literatura como tal, un ensayo o la redacción de una tesis propositiva ponen a prueba lo que dábamos por obvio a la hora de reunir palabras.
Y con el texto vienen el paratexto y el contexto, amén de, por supuesto, un buen pretexto.

Estos días he leído artículos que se basan en falacias, textos académicos que dicen de cien maneras lo que se puede decir en una página, ensayos que solo demuestran mal humor, y textos premiados que me parecen menores a algunos que he visto en el taller o han salido de la pluma de conocidos. Cansan los ambientes político y cultural, tan contaminados entre sí y bajo el yugo ambos del poder económico. Suspiro y escribo. Total. La palabra puede y debe ser estirada hasta otros confines, romper paredes, compartir, o hacer esbozar un par de sonrisas en una galaxia muy lejana.

Sigo sin saber de qué escribir, solo escribo que escribo como Salvador Elizondo. O algo así.

“Escribo que te amo. Amo que escribo lo que escribo. Mentalmente me veo escribir que te amo y también puedo verme ver que te amo al escribirte. Me recuerdo escribiendo ya que te amo y también viéndome que te amaba y lo escribía. Y me veo recordándote al verme escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía te amo y escribo viéndome escribir que te recuerdo al haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía te amo.

También puedo imaginarte al imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo te amo”.

A ver qué se nos ocurre la siguiente semana. Por lo pronto hay temas y pendientes a corto y largo plazo, en lo local e internacional, de las cuentas públicas a la garganta profunda que informó de cómo se está actuando contra Trump desde adentro. Temas hay muchos. Las cifras y los hechos ahí están. Se aceptan propuestas.

Posdata para el debate: es curioso que en el concurso estatal de artes plásticas entre los requisitos esté al menos una exposición individual, mientras en las demás disciplinas no se exigen publicaciones previas. No digo que se exijan, o se quiten, pero es algo que se debe platicar.

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