Los enemigos del vino

La expresión meme, como suele suceder con los neologismos, se ha apartado de su original acepción y, aunque todavía no aparece recogida en los principales diccionarios del español —siempre amodorrados—, se emplea masivamente para referirse a cualquier imagen, texto o composición, a menudo de contenido humorístico, que se comparte en las redes sociales durante cierto periodo de actualidad. Este ubicuo término, acuñado por el etólogo Richard Dawkins en su libro El gen egoísta, que de pronto apareció en nuestras vidas sin pedir permiso, significa, según el diccionario Webster: ‘idea, comportamiento, moda o uso que se extiende de persona a persona dentro de una cultura’.
Hace poco me enviaron uno de estos especímenes simpáticos afirmando aforísticamente —al lado del retrato de un hombre con frac y guantes, que sostenía con delicadeza una botella de vino en su mano izquierda y una copa propia para brandy (?) en la derecha— lo siguiente: “Los tres enemigos del vino: restaurantes abusivos, sommeliers engreídos y consumidores esnob”.
Lo primero que quisiera decir es que estoy absolutamente de acuerdo en que estas tres particularidades son y han sido siempre enemigos acérrimos del gozo de beber vino y de la captación de nuevos aficionados, sobre todo, ahora, de captar a aquellos que pertenecen a esta generación bautizada como millenials. Pero si se trata de nombrar tres enemigos del vino —descontando a la filoxera, al granizo y a los prohibicionistas —yo me decantaría por otros dos y coincidiría con primero de los que apuntaba el meme: a los restaurantes abusivos.
Es comprensible —y encomiable— que los restaurantes hagan un esfuerzo por mantener una carta de vinos selecta y amplia, máxime cuando guardan añadas antiguas y vinos clásicos; esto necesariamente debe reflejarse en el precio, por supuesto, todos lo entendemos: ellos tienen un negocio. Pero otra cosa muy distinta es cuando el local rechaza el descorche, lo cobra en exceso (sin ofrecer un servicio de copas de calidad, decantación y atención correcta) o duplica o triplica el costo de una botella que se encuentra con facilidad en el mercado. Para mí, los restauranteros que regalan el descorche son nada menos que héroes. En nuestra ciudad contamos con algunos ejemplos de ellos, liderados desde hace mucho tiempo por los dueños del Buonarroti —uno de los mejores restaurantes del país—. A diferencia de éstos, aquellos abusos a los que hacía referencia (nos) alejan para siempre de sus mesas a los aficionados, pues denotan que el establecimiento no estima una gastronomía integral, en donde la excelencia del vino incrementa el disfrute de la experiencia.
Luego está la actitud de los profesionales. Permítame, caro lector, la anécdota: cuando apenas rozaba la edad permitida en nuestro país para beber legalmente, hice un viaje con dos entrañables amigos a California. Decidimos festejar nuestra amistad con una cena en un restaurante que entonces nos parecía refinado: el Fisherman’s Grotto de la bahía de San Francisco. Ordenamos una botella de vino junto con los platillos y al traerla, el sommelier, ciertamente arrogante, lanzó el chardonnay dentro de las copas con un total desdén hacia sus tres tiernos comensales —quienes nos sentimos profundamente ofendidos—, pero aún más grave, con absoluto menosprecio hacia el propio vino. Regresamos la cortesía al momento de calcular la propina y disfrutamos el resto de la noche. Fue una lección valiosa para quienes años más tarde nos relacionaríamos con la industria culinaria en distintos niveles.
Afortunadamente, es cada vez más difícil encontrar a un sumiller altanero, al contrario, los jóvenes en general tienen la idea de que el vino hay que vivirlo con frescura y sencillez, ojo, sin faltarle al respeto. Por ello, pienso que hoy encontramos en los productores sin alma, esos que no se comprometen con la calidad y que desdeñan una tradición cultural, al segundo mayor enemigo del vino; no porque antes no los hubiera, sino porque el valor de lo nuevo no significa nada si se practica sólo como negación de lo precedente. Y no es una cuestión de dinero: hay vinos con alma de todos los precios, estilos y regiones.
Por otro lado, creo que el consumidor tiene el sagrado derecho a ser un esnob si así le place, sobre todo si esto se suma a su personalísimo disfrute del vino. Aunque tampoco sea una postura que comparto, el esnobismo es muy subjetivo, y la ignorancia es la encargada frecuente de señalarlo. Optaría por elegir al consumidor desatento e insensible como el tercer adversario: no hay peor enemigo del vino que alguien que no está dispuesto a valorarlo. No hace falta haber catado todos los cinco primeros crus de Burdeos, ni ser capaces de pronunciar de memoria las gemeinden alemanas, ni un grandioso interés, ni una filiación fervorosa, basta hacer una pausa cuando tenemos una copa de vino delante y atenderlo como cuando una persona nos habla, aunque sea por modales.

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