En México, gobierno y sociedad hemos fracasado en el control de drogas. Lo que se ha intentado no ha funcionado. Ahora gana terreno abogar por la legalización (no confundirla con la despenalización, que ya existe) abusando del término como varita mágica que acabaría con la violencia asociada al tráfico y como estrategia que facilitaría tratar las adicciones.
En cualquiera de los polos del debate (legalizar el consumo o perseguirlo y castigar a sus actores), es fácil perder de vista lo fundamental: el adecuado funcionamiento de la seguridad y la justicia, siguen de largo tiempo dominados por la ineficacia y la corrupción.
Si el país entero es testigo de las pruebas presentadas ante tribunales federales de Nueva York en el caso García Luna ¿por qué no aprovechar esa tonelada de evidencias para conocer y desmantelar la presunta red de corrupción que con muchos indicios de su existencia prevalece en nuestro país? Nadie pide o exige guerras, lo que se requiere es afianzar la certeza, la legalidad y la confianza de que el Estado mexicano tiene capacidad y poder de decisión ante esta coyuntura.
Si se adoptó el proceso oral y el sistema penal adversarial, es preciso asumir que estos facilitan la colaboración a la verdad de los propios delincuentes, aún si esto se logra mediante estímulos como la reducción de penas, pero avanzando siempre en favor del Estado de derecho en el difícil camino de desmantelar cárteles y redes de corrupción.
Salvo algunos insistentes desplantes retóricos, ocurrencias y golpes fallidos que afectan más a quienes los dan que a quienes los reciben, no se observa todavía reacción estructurada del gobierno en el propósito de contener la violencia ligada a las drogas.
Millones de mexicanos reclaman mayor seguridad, una demanda social que va que vuela para transformarse en decepción, y a mediano plazo en coraje, desilusión y en castigo electoral si es que la democracia aún será sensible para expresarse en las urnas.
La guerra contra las drogas fue un concepto instrumentado por el gobierno de EU a principios de los años 90. De haberse puesto en marcha, América Latina habría sido una nueva versión de Vietnam. El concepto bélico fue readaptado por el Presidente Calderón en 2006. Es sabido que el saldo de muertos se multiplicó hasta llegar a ser parte de nuestra actualidad.
El caso Culiacán, del que no se ha informado el número exacto de víctimas, representó el repliegue del gobierno ante el poder del narco. Bavispe, con el asesinato de seis niños y tres mujeres, exhibe también muchos de los vínculos de corrupción del narco con autoridades, como en su momento lo hizo el caso Ayotzinapa con el gobierno peñista.
Lo único claro es que el gobierno carece todavía de un plan de control de drogas, afianzado en el Estado de derecho, y en una lucha eficaz contra la corrupción.
Frente a la inseguridad no hay respuesta ni propuesta. Hay un falso debate, afirmando desde el gobierno federal que no habrá más guerra contra los cárteles. El enunciado es correcto pero el papel del Estado es aplicar el Derecho y lograr el abatimiento de la impunidad.
Si el Presidente insiste solo en lanzar dardos contra el pasado y se limita a decir lo que no funcionó, ya se le acabó la luna de miel y debe ubicarse en el presente para utilizar los recursos del Estado, desmantelar la enorme red de corrupción en los tres niveles de gobierno y la impunidad del narcotráfico que controla zonas importantes del aparato gubernamental.
El tiempo apremia. Cualquier esfuerzo de pacificación, si no está basado en el derecho, será tan quimérico como de inútiles efectos. Urge ver si finalmente se abre paso una colaboración entre gobiernos, que permita obtener pruebas para fortalecer y rescatar al aparato de seguridad y justicia. Sólo juicios claros y ejemplares abatirán la corrupción donde se encuentre. Lo demás es poesía.
(Notario, Exprocurador General de la República)