Cuando era yo chico, queridos lectores, hace ya mucho tiempo, escuchaba con frecuencia que México, a diferencia de EU, no era un país racista. Y no lo era porque había tenido un presidente indígena, Benito Juárez, mientras que los estadounidenses jamás habían tenido -ni tendrían, eso decían- uno negro.
En mi casa esas teorías no tenían demasiada aceptación: era común hablar de la discriminación étnica, de la de género y de la económica. Las barreras del color de piel eran superables, pero no así las de la marginación social, de la pobreza, falta de oportunidades y explotación cotidianas. Benito Juárez era motivo de orgullo nacional, pero la suya no era una hazaña fácilmente replicable.
Yo todavía creía en los Reyes Magos cuando dejé de creer en la fantasía de que vivía yo en una sociedad sin clases sociales, sin razas o sin nacionalidades que fueran más favorecidas unas que otras.
El paso de los años sólo ha confirmado mis sospechas infantiles: México es un país profundamente desigual, racista y clasista. Con los indígenas que viven en el atraso y la marginación. Con los 55 o 60 millones de personas que viven por debajo de la línea de pobreza, en los márgenes de la economía y la sociedad. Con los millones de niños, adolescentes y adultos que enfrentan el doble reto de la discapacidad y la discriminación. Con las mujeres que son víctimas de violencia y acoso laboral, familiar o conyugal. Con quienes tienen “otras” maneras de vivir la vida en pareja, el amor, la familia.
De acuerdo con la Encuesta Nacional Sobre Discriminación 2017 elaborada por el Conapred, más de una quinta parte de los encuestados declaró haberse sentido alguna vez discriminado por su manera de vestir, de arreglarse, por su peso, estatura, edad o religión, por su tono de piel u orientación sexual. Un 39% de los encuestados declaró que NO le rentaría una habitación en su casa a un extranjero o a un joven; una tercera parte no lo haría a un homosexual y casi una cuarta parte no le rentaría a alguien de una religión diferente a la suya.
Esos ejemplos vienen al caso porque recientemente se ha intensificado la discusión acerca de si este es o no un país racista o clasista, a raíz de la #MarchaDelSilencio, en la que afloraron comentarios y mantas discriminatorios, pero que también recibió descalificaciones por ser una marcha “fifí”.
Muchos de los asistentes a la marcha se sienten ofendidos por ese apelativo, consideran que es ofensivo o clasista y que alienta la división social. Otros más sienten que las políticas del gobierno actual y/o de sus simpatizantes son excesivamente agresivas y que se les señala de manera injusta.
Del otro lado se perciben igualmente agravios, porque en efecto hay un sector de los contrarios al presidente que repite la consigna de que quienes votaron por él son menos inteligentes o carecen de cerebro (citas textuales de mantas y declaraciones de asistentes a la marcha).
El hecho, queridos lectores, es que vivimos en un país con niveles tales de desigualdad, marginación, pobreza y exclusión que sería ingenuo creer que no es el nuestro un país racista y clasista.
Yo estoy en contra de todo discurso de odio y discriminación, pero no me trago el cuento de que los culpables de la confrontación, de la división, del encono, sean siempre “los otros”. Y ya no estamos en la primaria o el kínder como para andar con la cantaleta de que “es que ellos empezaron”.
Es hora de comportarnos como adultos y asumir la parte de responsabilidad que cada uno de nosotros tiene en esto. Porque por cada “fifí” alguna vez hubo un “chairo”, por cada “güerito” alguna vez hubo un “prieto”, “gato”, “criada”, “indio” y demás linduras que la gente escupe verbalmente. Las buenas conciencias se ofenden por el grito de “puto” en el estadio, pero no compartirían su casa o su lugar de trabajo con un homosexual.
Como que ya es hora de reconocerlo, de confrontarlo, de corregirlo. Cada quien en su propio espacio, sin esperar a que los de enfrente lo hagan primero.
Twitter: @gabrielguerrac