Felicidad

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”, asegura el escritor Albert Camus en “Lo absurdo y el suicidio”, prefacio a El mito de Sísifo, un ensayo ejemplar, recomendable del planteamiento al cierre. Y añade Camus: “Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo ignora”.

Este viernes la noticia fue el suicidio del chef, escritor y protagonista de su programa de televisión Anthony Bourdain, a los 61 años. Muchos no se lo explican, pues parecía tener todo para ser “feliz”. Viajaba por todo el mundo, tenía una pareja que lo apoyaba (la actriz Asia Argento), ganaba bien, comía y preparaba platillos, su opinión era oída, tenía amigos y respeto como un hombre “exitoso”. ¿Qué pasó?

Zygmunt Bauman advierte: “En el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”. La felicidad es hoy un producto que se vende como producto o como idea, es parte del stock de refrescos, comida, ropa y demás enseres que nos garantizan sentirnos mejor. Ser feliz es casi una obligación y, como toda obligación, a veces cansa.

Pasar a las redes por la mañana a dejar un mensaje positivo, una imagen en whatsapp o llenar de emoticonos bandejas ajenas es un rito moderno. Buscar la felicidad como estado permanente o necesario es una meta que muchos no terminan (terminamos) de encontrar, pero como todos los medios insisten en que hay que tenerla solemos comprar la idea.
La psique es maravillosa y terrible.

Es otro mundo ante el mundo externo. Anthony Bourdain debió tener fantasmas, miedos de estos que no quita el trabajo o la relación con otros seres humanos. Reconoció los sabores y valores de México, pues trabajó con chefs latinos y dio a conocer platillos de alta cocina y de puestos callejeros. En su blog lo escribió bien:

“México. Nuestro hermano de otra madre. Un país con el cual, queramos o no, estamos inexorablemente comprometidos en un cercano, aunque frecuentemente incómodo, abrazo. Míralo. Es hermoso. Tiene algunas de las playas más deslumbrantemente bellas del mundo. Montañas, desiertos, selvas. […] Bebemos cerveza mexicana fría, sorbemos mezcal humeante, escuchamos con ojos húmedos a las canciones sentimentales de los músicos callejeros. Miraremos alrededor y destacaremos por centésima vez: qué lugar tan extraordinario es este”.

La felicidad, dicen por ahí, son momentos, y hay que entenderlo. “La verdad es que no hay mejor momento para ser felices que ahora. Si no es ahora, ¿cuándo? […] La felicidad ‘es’ el camino”, escribió Eduardo Galeano. Bertrand Russell lo dijo con crudeza: “El secreto de la felicidad es darse cuenta de que la vida es horrible, horrible, horrible”. Y añadió don Bertrand: “Para llevar una vida feliz es esencial una cierta capacidad de tolerancia al aburrimiento.

La vida de los grandes hombres sólo ha sido emocionante durante unos pocos minutos trascendentales”.

“Ay, es que no soy feliz”, decimos, y ahí vamos a buscar algo que alguien nos quiere vender. No es fácil el mundo moderno con sus exigencias estéticas, morales y de aceptación. Por eso la depresión es acumulativa, está siempre al alza. Y las drogas o placebos están al alcance de la mano: analgésicos, juegos, “likes”, espectáculos. Nos deprimimos más por no encontrar la felicidad que nos venden en los medios, en los anuncios merolicos de los que el más famoso es aquel que pregona que el universo conspira que logres tus objetivos.

Motivos físicos, intelectuales o sentimentales no faltan para aguzar la depresión, pero son carbones a ese silencio del corazón del que habla Camus. Ojo, según la Organización Mundial de la Salud el suicidio es la segunda causa de muerte en la población de 15 a 29 años.

¿Y si en vez de felicidad buscamos calidad de vida (el Índice de Desarrollo Humano de la ONU considera entre otros “disfrutar una vida prolongada y saludable, estar alfabetizado y poseer conocimientos, tener los recursos necesarios para lograr un nivel de vida decente, y participar en la vida de la comunidad”)? Digo, el bienestar social es lo mínimo que puede buscarse como sociedad, y exigirlo (y sí, esto se enlaza con lo que platicamos la semana pasada sobre el cambio).

La felicidad, hay que repetirlo, es individual y son instantes. Hay que disfrutarlos porque son contados, porque hay que volver a empujar esa piedra cuesta arriba, porque aunque todo parezca un sinsentido, llega ese momento con el que cierra el ensayo mencionado.

¿Por qué no? Comparto otro fragmento de El mito de Sísifo:

“Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha”.

Me topo con una frase de El Conde de Montecristo, de mi tocayo Alejandro Dumas: “No hay felicidad o infelicidad en este mundo; sólo hay comparación de un estado con otro”.

Y bueno, es domingo. Mientras escribo me siento feliz. Al terminar ya veremos. Otros instantes de dicha, como el de Sísifo, pueden venir con la lectura y los comentarios, las réplicas.

Posdata: Felicidades a los ganadores del Premio Estatal de Periodismo, en especial a Jaime Hernández, Martín Rodríguez, Alberto Martínez, Juan Antonio González y Alejandro Contreras. Perdón si se me olvida alguien. El periodismo necesita gente preparada, incómoda, tenaz. Los conozco y admiro. Va un aplauso.

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