Allende
El 11 de septiembre de 1973, hace 50 años, un golpe de Estado terminó con la vida del entonces Presidente de Chile, Salvador Allende Gossens, y junto con su muerte, el gobierno de la Unidad Popular. En las elecciones presidenciales de septiembre de 1970, la Unidad Popular se presentó como una suma de fuerzas sociales que aprovechó la división del bloque dominante en dos fracciones: la populista del Partido Demócrata Cristiano y la oligárquica del Partido Nacional. Esa división fue resultado de la reforma agraria iniciada por el gobierno de Eduardo Frei. Uno de los errores tácticos de la Unidad Popular sería el no consolidar una alianza con la fracción populista para afianzar el control del aparato de poder estatal. En 1972, ese distanciamiento con la fracción populista se traduciría en una reorientación de la Democracia Cristiana para cuestionar algunas políticas del gobierno y favorecer acercamientos en el Parlamento con el derechista Partido Nacional. Vino la Reforma Constitucional de 1973, auspiciada por ese nuevo reagrupamiento de la derecha, iniciando un rompimiento de la unidad del Estado con poderes como la Corte y el Congreso contra el Ejecutivo y el apoyo a éste por organizaciones sociales como los cordones industriales.
En éste contexto de tensiones socio-políticas crecientes y con intereses económicos y geopolíticos presionando desde dentro y fuera de Chile, se propició una política de hostigamiento contra el gobierno de la Unidad Popular, auspiciado por agencias del gobierno estadounidense que no dudaron en financiar las huelgas de transportistas y otros sectores que radicalizaron sus acciones para estrangular la economía nacional. El proyecto de la vía chilena al socialismo, encarnado en la propuesta antiimperialista del gobierno de la Unidad Popular, despertó el hostigamiento brutal del gobierno gringo, pero en cierto modo confirmó, como decía Lenin, que “no hay revolución sin teoría revolucionaria” y que, para romper el imperialismo se tiene que ir más allá de aplicar medidas necesarias (como la nacionalización de ciertas industrias), pero que requieren de otros componentes que permitan superar las complejidades de sociedades en desarrollo como las de Latinoamérica.
Con todo, la estatura ética de Salvador Allende es incuestionable, a 50 años de su muerte, sus últimas palabras siguen vigentes: “Tengo la certeza de que la semilla que entregamos a la conciencia, digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. Estas son mis últimas palabras, tengo la certeza que mi sacrificio no será en vano”. Apóstol de la democracia, símbolo de la dignidad, ha si se ha referido el presidente AMLO a la herencia que nos dejó un gran estadista como lo fue Salvador Allende. Porque los procesos sociales, dijo Allende en sus últimos momentos, no se detienen ni con el crimen ni con la fuerza y él mismo se describió como… “un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia”. Nada más, pero nada menos.




