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Atentado

Por Yolanda Camacho Zapata

Mayo 31, 2022 03:00 a.m.

En el absurdo cotidiano, dar un pastelazo a la Mona Lisa resulta de lo más ordinario. A veces la humanidad se afana en mostrar que somos proclives a matar ruiseñores por el mero gusto de ver volar las plumas.  Ahora fue un hombre disfrazado de anciana, circulando en silla de ruedas, quien inesperadamente se abalanzó sobre  la pintura y le embarró un pastel con betún. La obra está desde hace años protegida con un cristal que cumplió con su función y salvó la obra mientras el atacante gritaba que lo había hecho para que todos nosotros entendiéramos que la tierra está en peligro.  La pobre Mona Lisa ha  sido atacada varias veces:  primero le aventaron ácido, luego le lanzaron una piedra que alcanzó a dañar algo de pigmento en su hombro izquierdo; ambas cosas en el mismo año, 1956. Consecuentemente,  instalaron un vidrio para protegerla que incluso es antibalas, y aun así, en 1974 le lanzaron pintura roja mientras estaba siendo exhibida en Japón  y posteriormente, le aventaron una taza comprada en el propio museo de Louvre. Uno diría que la pobre mujer ya está acostumbrada a que de cuando en cuando, alguien la use de tiro al blanco.

Motivaciones aparte, resulta aterrador la facilidad que tiene nuestra raza para destruir lo bello. Hace poco mientras caminaba para decir que hago ejercicio me topé con un grupo de cuatro chicos que debían tener no más de doce años. Frente a ellos había una planta alta, de esas que parecen largos sacudidores de polvo. Los chicos se encontraban cada uno prendido a las ramas e intentaban arrancar uno de esos quitapolvos de la naturaleza. Jalaban con fuerza las ramas para soltar las raíces, sin importar si dejaban maltrecha a la pobre planta. Reconocí entre el grupo, para su mala suerte, al hijo de una conocida. Le llamé por su nombre y el pobre chavito se puso blanco. El resto de su pandilla salió corriendo y yo, con mi mejor voz, le pregunté qué estaba haciendo. Salió corriendo atrás de sus compas. Inmediatamente y porque los papás de ahora son muy susceptibles a malos entendidos, le llamé como de rayo a la madre del chico para explicarle que no había regañado a su hijo… porque no me dio tiempo. Ella, mujer juiciosa, lejos de enojarse conmigo, me aseguró que la regañada correría por su cuenta. 

Una escena casi igual se presentó hace poco, cuando una amiga que trabaja en el centro salía de su oficina ya obscureciendo y vio como una pareja formada por un hombre y una mujer adultos observaban con cuidado una flor de magnolia que recién había abierto. Ella pasó a su lado y escuchó como planeaban la manera de arrancar la flor con todo y rama. Siguió caminando y a distancia prudente se detuvo para ver cómo el hombre se colgaba de una de las ramas del árbol y lo sacudía intentando desprender la flor del tronco.  A unos metros un policía estaba a penas bajándose de una patrulla y ella se acercó para señalarle el pobre y zangoloteado árbol. El policía ni tardo ni perezoso corrió hacia la pareja y éstos salieron vueltos gorro. La rama quedó colgada del árbol, maltrecha y  con la flor blanca condenada a morir. 

El placer de la destrucción jamás puede ser subestimado. No dejar piedra sobre piedra nos hace sentir poderosos, amos y señores, dueños de cosas y almas. Destruir nos hace sentir en control, jugar a Dios y por un segundo sentirnos eternos. Existe detrás del acto destructivo un instinto primario de maldad.

La famosa escultura de La Sirenita de Copenhague ha sido decapitada dos veces. La más reciente, en 1998,  obligó al gobierno danés a forjarle una nueva cabeza. Quizá la cabeza que debería forjarse de nuevo, es la de la humanidad. La belleza no es difícil de encontrar, pero no cualquiera puede soportarla.