En ocasiones anteriores, gracias a la libertad editorial que nos da Pulso a quienes, semana a semana, aportamos nuestra opinión sobre algún tema, he publicado referencias a situaciones o personas vinculadas a mi vida propia, cercana, particular. Hoy es una de esas veces, así que hoy no hablaré de hechos, situaciones, políticos, derecho ni nada por el estilo.
Hoy pienso dejar constancia de lo afortunado que soy.
Existe la creencia, muy extendida, de que el matrimonio se da entre temperamentos semejantes, tan semejantes, que son casi iguales. Nada más lejano de la realidad, por lo menos en mí caso. Tuve la fortuna de conocer a una mujer, una gran mujer, con la cual he transcurrido, hombro con hombro, los últimos veintitrés años de mi vida; su carácter y el mío son todo, menos iguales. Y ahí está el gran secreto: nos completamos, nos hacemos uno solo no por identidad, sino por complementariedad.
Con esa alegría natural, optimismo galopante, solidaridad y empatía manifiesta, Mine ha transformado la dinámica de mi vida, la cual se ha visto envuelta en un ritmo diferente, más de vivir el momento de la mejor manera que estar dejando la vida pensando cómo será el futuro de la vida.
No es ningún secreto que los augurios sobre nuestro noviazgo y luego nuestro matrimonio eran funestos, pero el tiempo nos ha llevado a demostrar que estaban equivocados los profetas de la igualdad, aquellos que pensaban que, por ser diferentes, la suerte no favorecería nuestra decisión.
Cinco años pasaron de vida en común, antes de que llegara nuestra hija Pau y, tres más, para completar con Jorge el cuarteto, no de cuerdos, que hoy somos, felices y juntos, que disfrutamos, gracias al alma de nuestra familia, Mine, día con día, hora con hora, minuto a minuto, de la vida, de la convivencia, de lo que hacemos y a dónde vamos.
Técnicamente, fuimos y no fuimos novios. Lo fuimos, porque nos asumimos como tales durante aproximadamente un año y medio; no lo fuimos porque ella nunca pronunció la palabra “sí”, sacramental fórmula para aceptar la propuesta. En aquel quince de noviembre de mil novecientos noventa y seis, cenando, cuando le pedí que fuera mi novia, me contestó con la palabra que encabeza esta columna, chance. Para mí bastaba eso y di por bueno el noviazgo. Chance y ella también, porque luego, el veintitrés de diciembre de mil novecientos noventa y siete aceptó casarse conmigo, lo que hicimos al año siguiente.
Si decidiera dar reseña de anécdotas y momentos divertidos que hemos tenido juntos, poco sería el espacio de una o varias columnas, porque casi necesitaríamos tanto papel como días han transcurrido en nuestra vida común. Algún día contaré de cómo, aquí su servidor, se vio envuelto en la vorágine que implica la hechura de tamales caseros, la decisión de pintarlos de colores y la airada reacción de la persona que nos ayudaba en las labores domésticas, con el ultimátum de su partida si volvíamos a intentar alguna aventura gastronómica; también daré reseña, tal vez, en posterior ocasión, de cómo fue nuestra costarricense aventura a caballo, para ir a la selva a conocer las venenosas ranas dardo dorada y roja.
Su gusto por las fotos, por dejar plasmado el instante a cada instante, me ha enseñado el valor del recuerdo, de la constancia del momento que, a la postre, nos dice que no olvidemos lo que hemos vivido, pero que no dejemos de vivir, porque las fotos envejecen y hay que hacer más, con nuevas sonrisas, con nuevas vivencias.
Por eso, conservamos la memoria de tantas alegrías y de tantos buenos momentos que, de cuando en cuando, llenan nuestras sobremesas, contando a nuestros hijos tantas cosas que, por momentos, en sus miradas se percibe la duda sobre nuestra cordura.
Si tuviera que concluir esta columna, tratando de definir en una sola palabra a Mine, tendría que ser “espontaneidad”, porque espontánea es la forma como transita su vida, abriendo su corazón a quien lo necesita, ayudando, apoyando, consolando, sonriendo.
Me resulta imposible imaginar mi vida sin ella. Gracias Mine, por el chance, que nos quedan muchos años por delante.
@jchessal
Hoy pienso dejar constancia de lo afortunado que soy.
Existe la creencia, muy extendida, de que el matrimonio se da entre temperamentos semejantes, tan semejantes, que son casi iguales. Nada más lejano de la realidad, por lo menos en mí caso. Tuve la fortuna de conocer a una mujer, una gran mujer, con la cual he transcurrido, hombro con hombro, los últimos veintitrés años de mi vida; su carácter y el mío son todo, menos iguales. Y ahí está el gran secreto: nos completamos, nos hacemos uno solo no por identidad, sino por complementariedad.
Con esa alegría natural, optimismo galopante, solidaridad y empatía manifiesta, Mine ha transformado la dinámica de mi vida, la cual se ha visto envuelta en un ritmo diferente, más de vivir el momento de la mejor manera que estar dejando la vida pensando cómo será el futuro de la vida.
No es ningún secreto que los augurios sobre nuestro noviazgo y luego nuestro matrimonio eran funestos, pero el tiempo nos ha llevado a demostrar que estaban equivocados los profetas de la igualdad, aquellos que pensaban que, por ser diferentes, la suerte no favorecería nuestra decisión.
Cinco años pasaron de vida en común, antes de que llegara nuestra hija Pau y, tres más, para completar con Jorge el cuarteto, no de cuerdos, que hoy somos, felices y juntos, que disfrutamos, gracias al alma de nuestra familia, Mine, día con día, hora con hora, minuto a minuto, de la vida, de la convivencia, de lo que hacemos y a dónde vamos.
Técnicamente, fuimos y no fuimos novios. Lo fuimos, porque nos asumimos como tales durante aproximadamente un año y medio; no lo fuimos porque ella nunca pronunció la palabra “sí”, sacramental fórmula para aceptar la propuesta. En aquel quince de noviembre de mil novecientos noventa y seis, cenando, cuando le pedí que fuera mi novia, me contestó con la palabra que encabeza esta columna, chance. Para mí bastaba eso y di por bueno el noviazgo. Chance y ella también, porque luego, el veintitrés de diciembre de mil novecientos noventa y siete aceptó casarse conmigo, lo que hicimos al año siguiente.
Si decidiera dar reseña de anécdotas y momentos divertidos que hemos tenido juntos, poco sería el espacio de una o varias columnas, porque casi necesitaríamos tanto papel como días han transcurrido en nuestra vida común. Algún día contaré de cómo, aquí su servidor, se vio envuelto en la vorágine que implica la hechura de tamales caseros, la decisión de pintarlos de colores y la airada reacción de la persona que nos ayudaba en las labores domésticas, con el ultimátum de su partida si volvíamos a intentar alguna aventura gastronómica; también daré reseña, tal vez, en posterior ocasión, de cómo fue nuestra costarricense aventura a caballo, para ir a la selva a conocer las venenosas ranas dardo dorada y roja.
Su gusto por las fotos, por dejar plasmado el instante a cada instante, me ha enseñado el valor del recuerdo, de la constancia del momento que, a la postre, nos dice que no olvidemos lo que hemos vivido, pero que no dejemos de vivir, porque las fotos envejecen y hay que hacer más, con nuevas sonrisas, con nuevas vivencias.
Por eso, conservamos la memoria de tantas alegrías y de tantos buenos momentos que, de cuando en cuando, llenan nuestras sobremesas, contando a nuestros hijos tantas cosas que, por momentos, en sus miradas se percibe la duda sobre nuestra cordura.
Si tuviera que concluir esta columna, tratando de definir en una sola palabra a Mine, tendría que ser “espontaneidad”, porque espontánea es la forma como transita su vida, abriendo su corazón a quien lo necesita, ayudando, apoyando, consolando, sonriendo.
Me resulta imposible imaginar mi vida sin ella. Gracias Mine, por el chance, que nos quedan muchos años por delante.
@jchessal