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Cristal templado

Por Yolanda Camacho Zapata

Noviembre 24, 2020 03:00 a.m.

Seré honesta: dar clases en línea no me ha molestado tanto como pensé que me disgustaría. Siento, eso sí, la imperiosa necesidad de, en algún momento, conocer a ese grupo de chicos y chicas de las cuales hoy veo únicamente caritas pixeleadas. Pero eso, tendrá que esperar. Sin embargo, en este ciclo, he sentido algo en lo que creo me acompañan varios colegas: temor a decir una babosada y que quede grabada para la posteridad. Debo confesar que en clases presenciales digo tarugadas, me río, suelto la lengua. Quién lo iba a decir, pero desde la intimidad de mi casa, espacio donde se supone uno debe de hablar sin bozal, me he autoimpuesto ciertas mediadas que tienden a disminuir la fluidez verbal que ordinariamente tendría. En cierto sentido, a esta generación, le tengo miedo. Sí, es eso. Tengo miedo de que se ofendan, que mis palabras queden editadas sin contexto, que mis múltiples expresiones faciales y manotazos generen memes que circulen de aquí hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, es parte del trabajo como ahora lo estamos llevando y lo entiendo. No puedo inmunizarme, ni aislarme, ni creer que soy distinta. Soy una profesora más, en medio de un montón de pantallitas. 

Hay una parte que me conflictua especialmente, y es el mote con el que este grupo de jóvenes ha sido bautizada: Generación de Cristal. El término, según entiendo, fue acuñado por la filósofa española Monserrat Nebera, junto con Greg Lukianof, Jonathan Haidt y José Luis Córdova. El concepto  se refiere este grupo de edad nacido alrededor del año 2000 y que ya son mayores de edad, pero aún limitando con la adolescencia. Este bonche de chicos y chavas, son justo mi grupo de alumnos. Como puede inferirse, el término se refiere a una generación que parece ser delicadita, que se rompe fácil,  que se derrumba casi sin tocarla. No son resilientes, no enfrentan bien los fracasos, no son tolerantes a la frustración. Y en cierta medida, es cierto. Lo hemos visto en numerosos videos, en casos sonados en la prensa. Quizá de ahí parte mi miedo al conectarme a clase. Pareciera que con esta generación, no hay broma que se aguante. Es más, no hay bromas y punto. Cualquier palabra puede ser tomada como despectiva, cualquier chascarrillo como agravio.

Sin embargo, en cierta medida, esta generación, le ha dado como ninguna, peso a las palabras. Ahora, las palabras ya no son ligeras, los motes no son inocentes. Y en eso, tienen razón. Las supuestas bromas inofensivas nunca lo fueran, los apodos no son puros. Las palabras pesan y esta generación lo sabe. Como profe de Lexicología y Semiótica que este semestre soy, no puedo mas que otorgarles un buen grado de razón. Las palabras no son inocentes y es momento de volver a entenderlo. 

Ahora bien, eso no tiene que ver con la falta de tolerancia y el mal  manejo a los fracasos que esta generación pudiese o no tener. Esto es, a mi juicio, un asunto separado. Y ahí, debería ser inevitable voltear atrás. Inmediatamente atrás y ver a la llamada Generación X. Es decir, mi generación. Ese  grupo que nacimos a finales de los sesentas y hasta antes de los ochentas y preguntarnos qué demonios hicimos. Porque  sospecho que la Generación de Cristal, no apareció por generación espontánea. Alguien tuvo que haberlos hecho  creer que vivían adentro de un capelo, que todo les saldría bien siempre y que transitar en este mudo equivaldría a caminar sobre algodones con aroma a  pétalos de rosa. ¿Qué le hicimos a nuestros niños para hacerlos jóvenes de cristal? Quizá los sobreprotegimos, los bañamos en agua oxigenada y les dimos de comer tan desinfectadamente, que ahora los tumba cualquier virus. No los educamos con defensas suficientes, ni dejamos que crearan anticuerpos.

Claro, ellos ya están grandes. No les quito responsabilidad.  Ya están en edad de tomar sus propias opiniones y defenderse por sí mismos, tomando la justa medida de las cosas. Ya nos son infantes, ya no les alcanza decir que fue culpa de sus papás o de sus maestros. 

Con todo y todo, pocas veces me he topado con una generación tan abierta a aceptar las cosas “no ordinarias” de la vida, y entender las diversidades (sí, porque hay muchas). Tampoco había lidiado con gente tan creativa, tan libre, tan soñadora, tan utópica, tan transparente. Dar clases a los cristalinos es un reto, pero también es también esperanzador. Ellos se imaginan un mundo distinto, más justo, más equitativo, más parejo para todos.  Ojalá lo logren.

Quién sabe cuándo y cómo conoceré a mis actuales alumnos en persona. Quizá nunca lo haga, porque la vida estudiantil se parte en semestres y se vive de día a día. Tengo esperanzas, sin embargo, de que cuando me los encuentre, comprobaré que están hechos de cristal templado.