Del aislamiento a la expansión
El Trump que el próximo lunes regresará a dormir a la Casa Blanca será un político muy distinto al que, hace cuatro años, abandonó la residencia presidencial. Ya no será el novato que encontraba contención a sus ocurrencias. El político que regresa al poder tiene experiencia y rencor. Identifica las resistencias que bloquearon su mando y tiene bajo la mira a sus enemigos. En su primer mandato era, en alguna medida, la cabeza de una coalición dentro de su propio partido. Ahora tiene en su puño todas las riendas de su gabinete, de su partido y del congreso. Una agenda radical que encuentra poder absoluto.
El regreso del populista viene precedido de una cadena de claudicaciones. En su partido no hay ya nadie que se atreva a contradecirlo y los medios-allá también-- se apresuran a hacer guiños de cortejo. El Washington Post, el diario que, más que un periódico es una institución de la democracia norteamericana, evita la confrontación con el político convicto. Hace unos meses terminó con la vieja tradición de respaldar públicamente a un candidato en la elección presidencial y acaba de rechazar la publicación de una caricatura que hacía mofa de la sumisión de los magnates al futuro presidente. El cartón de Ann Talnaes que fue rechazado mostraba a los titanes de la tecnología y de la información rindiendo pleitesía a una estatua encorbatada que no puede ser más que de Donald Trump. Esta es la primera vez que me rechazan una caricatura, ha dicho la merecedora de un Pulitzer y que, desde 2008, publicaba en el Post. Tras la censura, renunció al diario. Pero no solamente los medios tradicionales liman las fuentes de tensión con el futuro gobierno. La red social que hace cuatro años expulsó a Trump por la amenaza que significaba la propagación de sus mentiras, es hoy propiedad del principal socio del Trump. Al mismo tiempo, Facebook y sus redes cercanas se subordinan al nuevo gobierno, entregándole, como tributo, la eliminación de sus verificadores de contenido. La estructura política y tecnológica de la mentira, la república de los otros datos o, como la llaman allá, de los “hechos alternativos” ha quedado sólidamente instaurada.
El poder con el que ahora cuenta Trump es infinitamente mayor al que tenía hace ocho años. Pero, tan importante como eso, es el cambio en su visión del mundo. Trump I fue un nacionalista que le daba la espalda al mundo. Su populismo era, como el de tantos otros, antiglobalista. Tomaba distancia de las organizaciones internacionales, despreciaba el multilateralismo, rompía tratados porque lo primero era Estados Unidos. Ese era su lema. Trump II no es un aislacionista sino un expansionista. Por lo menos así lo anuncia en su discurso. No parece estar tan interesado en recuperar la grandeza perdida sino en expandir sus dominios. A Canadá le da trato de provincia y declara que la frontera del norte es un capricho artificial. El canal de Panamá está también en su mira. Nosotros lo construimos y a nosotros nos pertenece, dice. Y agrega que el control territorial de Groenlandia es indispensable para su seguridad. Estoy dispuesto a comprar el baldío, pero si no nos los venden, no descarto el uso de la coerción. El principio de inviolabilidad de las fronteras es tan relevante para Trump como lo es para Putin.
Hace ocho años escuchábamos a un político obsesionado con el muro. Quería cuidar el territorio. Ahora vemos a un hombre que sueña con rehacer el mapa del mundo para expandir los dominios de los Estados Unidos. El discurso trumpiano se ha vuelto abiertamente imperialista. El racismo de Trump le impide localizar al estado 52 en el sur. Pero deja claro que está dispuesto a vulnerar la integridad territorial de México para golpear a la delincuencia organizada a la que el gobierno mexicano no ha sabido o no ha querido someter. Cuando Trump declara que México es gobernado por organizaciones criminales, cuando insinúa que los cárteles deben ser catalogados como organizaciones terroristas adelanta una determinación intervencionista. En su cabeza no se trata ya de impedir que los criminales lleguen a Estados Unidos. Hay que aniquilarlos del otro lado de la frontera.
El mundo se reía cuando Trump I declaraba su intención de comprar Groenlandia. Hoy resulta difícil soltar la risa cuando lo repite advirtiendo que se puede quedar con el inmenso territorio, a la buena o a la mala.