Del establo al establishment

A poco más de una semana para que termine un año más, buena parte de la humanidad vive la navidad, una época de paz y esperanza, se supone, por la conmemoración de cierto nacimiento en un establo perdido, donde le dieron asilo a una mujer embarazada y a su esposo porque no encontraron lugar en el hostal. Los pastores fueron los primeros en ir a ver al niño. Dicen que brillaba una estrella más que otras, y que ese nacimiento preocupó a algunos y entusiasmó a otros.
Amén de nacimientos o belenes, de árboles luminosos o cenas que dependen de las posibilidades económias y afectivas de cada uno, más de dos mil años después seguimos en discusiones estériles sobre estética en lugar de sobre ética, sobre cuestiones de fe y de dinero cuando deberíamos abordar cómo lograr mayor justicia y bienestar para la mayoría. En el nivel que lo pongamos, casi siempre nos quedamos cortos y más que conocimiento se busca imponer una versión de los hechos. A veces una opinión distinta nos merece desprecio, cuando no franca burla. La fe de los otros la vemos como superstición. La literalidad nos ciega, nos tomamos demasiado en serio; lo inmediato nos domina y cada vez tenemos menos paciencia.
Discutimos sin razón y perdemos de vista al prójimo, para emplear el lenguaje de lo que se supone celebramos. La cultura del yo se multiplica en la búsqueda de satisfactores materiales, al gusto del establishment. Los regalos son lo importante, hay que comprar algo para que el otro vea cuánto lo queremos.
A veces nos perdemos en lo inmediato, en lo mínimo, en lugar de apreciar el conjunto. Hay quienes creen que ciertos magos (¿alquimistas?, quizá) de oriente vieron una estrella y decidieron seguirla, pero no era la estrella, o no solo ella: los magos veían el cielo a menudo, y sabían la disposición de brillos en la bóveda celeste. Ellos esperaban ya un nuevo acomodo y decidieron ir a ver, a adorar a la criatura recién nacida.
Las estrellas no habían cambiado, era la posición de los que las miraban. Y encontraron esa otra mirada en un pesebre.
En Historia de Cristo, dice Giovanni Papini:

«Jesús no nació en un establo como resultado de la casualidad. ¿El mundo no es un inmenso establo donde los hombres engullen y se estiercolizan? ¿No cambian, por obra de una infernal alquimia, las cosas más bellas, puras y divinas en excrementos? Y luego se tumban sobre los montones de estiercol, y a eso llaman “gozar de la vida”.»

Dejémonos de establos y de servir al establishment. La verdad nos hará libres, dicen que dijo el que nació en el establo. Y cuentan que el ángel dijo: paz en la tierra a las personas de buena voluntad. Vayamos en paz, y no nos compliquemos tanto con minucias.

Mejor, va un abrazo y un cuento titulado

El niño

—Quién eres tú, anciano? ¿Por qué lloras?
—¿Eh? Me asustaste. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde están tus papás? No es común ver a alguien por estos rumbos y mucho menos a estas horas de la noche.
—No me respondiste. ¿Por qué lloras?
—No creo que lo entiendas. Debes tener unos doce años, ¿no? Mis problemas son de gente mayor, de un hombre casado.
—Tengo trece. Y no importa, me gustaría oírte.
—Bueno, no pierdo nada con decírtelos, pero no me vas a creer. Nunca he tocado a mi esposa, que es varias décadas más joven que yo. Fueron muchas noches que pasó sólo viéndola, porque es muy hermosa. Pero esta noche me dijo que espera un hijo, pero que no me preocupe, que será hijo de Dios. Y no sé qué hacer, no dije nada y he salido a caminar. Quiero creer pero… ¿Llamaré a los sacerdotes para apedrearla públicamente? ¿Callaré y me expondré a que me llamen cornudo?
—Puede ser verdad. ¿No tienes fe? ¿No han dicho los profetas que llegará alguien que nos sacará de la opresión romana? Tu hijo podría ser el Mesías.
—No es cuestión de fe, sino de amor. Yo la amo y no sé por qué, si es cierto, Dios la eligió cuando ella es mi mujer. Amor, necesidad innecesaria. No sé. No puedo permitir que la maten en las calles de Nazaret. La quiero aunque no la toque, porque a mi edad ya no necesito nada de eso que llaman abigarramiento.
—No te preocupes, abuelo. Que puede ser verdad, y si lo es te juro que yo y muchos otros ayudaríamos a tu hijo para librarnos de los malditos romanos. Pero bueno, adios, me tengo que ir.
Y el muchacho corrió hacia el huerto cercano.
—¡Oye! ¡Gracias! ¿Cómo te llamas, niño?
—Me llamo Judas, Judas de Iscariote — respondió a lo lejos una sonrisa.

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