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Delitos hídricos

Por Jorge Chessal Palau

Diciembre 15, 2025 03:00 a.m.

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El 11 de diciembre pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación un decreto que reforma la Ley de Aguas Nacionales, con vigencia a partir del día siguiente. Entre otras cosas, esta reforma incluyó la incorporación de un capítulo denominado "Delitos hídricos", los cuales se perseguirán de oficio.

Se reconocen con claridad tres tipos de delitos: el tráfico de agua robada, la alteración de cauces naturales y la corrupción en el otorgamiento de concesiones. En conjunto, estos artículos trazan una línea divisoria entre el aprovechamiento legítimo y el saqueo disfrazado de gestión.

El artículo 123 Bis 3 castiga a quien traslade aguas nacionales con fines de lucro sabiendo que fueron extraídas ilegalmente. No se trata del campesino que llena un tinaco para su familia, sino de los intermediarios que comercian con agua robada, muchas veces obtenida de pozos clandestinos. Son los mismos que venden pipas a colonias enteras o abastecen negocios privados mientras el abasto público se reduce. Este delito, aunque con penas bajas (de tres a ocho meses de prisión), tiene un valor simbólico: marca el principio de que el agua no puede ser objeto de especulación cuando su origen es ilícito.

El artículo siguiente, el 123 Bis 4, es más duro y más urgente. Penaliza a quien altere, desvíe u obstruya cauces naturales sin autorización. Es el rostro penal del ecocidio cotidiano, como es el caso de fraccionadores que encauzan ríos para ganar terreno, las obras que bloquean arroyos o los ranchos que construyen bordos sin control. La ley prevé hasta cinco años de prisión si esas acciones ponen en peligro la vida humana o los ecosistemas. Pero lo más interesante no es la sanción, sino la excepción: quedan fuera quienes lo hagan para uso personal o agropecuario básico; se intenta equilibrar la protección ambiental con la realidad rural, evitando criminalizar al campesino que improvisa un bordo para retener agua de lluvia. Algo lograron los paros carreteros.

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El artículo 123 Bis 5 introduce una figura que debería preocupar a más de un funcionario: el delito de corrupción en la concesión del agua. Quien otorgue o registre títulos de aprovechamiento a cambio de un beneficio personal, ya sea directo o para familiares y socios, podrá recibir de dos a catorce años de prisión. Es, en términos claros, una sanción por vender el agua pública al mejor postor. Y del otro lado del espejo aparece el artículo 123 Bis 6, que sanciona al particular que ofrece el soborno. Es el delito gemelo del anterior, y juntos dibujan la escena completa del intercambio corrupto: el que cobra y el que paga por un permiso, por una prórroga, por un título que lo convierte en propietario de facto de lo que debería ser bien nacional. 

En términos económicos, esta práctica ha convertido al agua en un mercado paralelo; en términos éticos, ha transformado un derecho humano en privilegio de quien tiene dinero o contactos. 

Estas disposiciones abren una puerta hacia la justicia hídrica, pero también dejan ver el tamaño del desafío. La letra de la ley puede ser impecable, pero su eficacia depende de la voluntad política y de la capacidad institucional. ¿Quién investigará y procesará estos delitos? ¿La misma autoridad que durante años ha tolerado o incluso participado en ellos? El riesgo es que los artículos se conviertan en letra ambiental muerta, como muchas cosas en la transformación de cuarta.

El agua se ha vuelto el nuevo eje del conflicto social. En cada pozo, presa o manantial se cruzan intereses políticos, económicos y ecológicos. Lo que antes era un recurso natural hoy es también una moneda de poder. El agua pertenece a todos, y su manejo no puede ser fuente de lucro, corrupción o daño ambiental.

Al final, lo que está en juego no son litros ni concesiones, sino la idea misma de justicia, porque un país que permite que unos pocos comercien con el agua mientras otros no tienen ni para beber, está condenado a morir de sed moral antes que física.

@jchessal