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Economía política

Por Miguel Ángel Hernández Calvillo

Agosto 24, 2021 03:00 a.m.

Adolfo Gilly nos recuerda cómo, a consecuencia de la expropiación petrolera decretada en 1938 por el entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas, el gobierno estadounidense de Franklin D. Roosevelt, por conducto de su secretario de Estado, Corden Hull, en agosto de ese año, se quejaba de la presunta ilegalidad de ese acto jurídico en sí mismo, así como de la tardanza en el pago de la indemnización correspondiente. El funcionario gringo oponía una visión del derecho típicamente liberal individualista que hace de la propiedad privada un principio absoluto, conforme a un hipotético contrato derivado de un abstracto estado de naturaleza; por su parte, el gobierno mexicano planteaba una visión legal distinta, que reclamaba la utilidad pública para beneficio colectivo como causa legítima para proceder a esa actuación, así como pagar conforme a su legislación interna. 

Se trataba no sólo de un conflicto entre dos visiones jurídicas: “el de una comunidad originada por lazos anteriores al dinero; y el de una sociedad donde el dinero como equivalente universal (se pretende que) es medida de razón, equidad y justicia” (en “Dinero y comunidad”, Suplemento “La Jornada Semanal”, 6 de mayo de 2018). Más aún -y esto es lo que interesa destacar-, apelando cada parte a un orden legal “civilizatorio”, en un caso “moderno”, (con pretensiones de universalidad absoluta), y en otro propiamente comunitario y preexistente al intercambio mediado por el dinero.

     Esta suerte de choque de visiones civilizatorias sigue estando presente en el rejuego político-económico de nuestros días, así como en contextos variados de la sociedad mexicana. El poder económico de unos cuantos, por una parte, y, por otra, el poder social de los muchos que, organizados, reivindican lo común, más que lo público y/o lo privado. 

Las luchas por espacios comunitarios que reafirman la vida y no la reproducción del capital (sobre todo financiero y especulativo), está presente en distintos casos, como expresión de esa confrontación lógica que resulta de la imposición de un modelo depredador como el denominado neoliberal y que, en el caso de nuestro país, fue llevado a extremos de brutal enriquecimiento de algunos sujetos que, ante el reordenamiento que impulsa un nuevo régimen gobernante, se asumen ahora hasta como “vístimas” de persecución política, como el reciente caso de Ricardo Anaya, el excandidato presidencial panista acusado, entre otras cosas, de operar corrupta y dinerariamente con otros sujetos la aprobación de la controvertida reforma energética. Pero, como plantearía Tom Wolfe, esto es apenas la superficie de lo noticioso que se pretende escandaloso y, en el fondo del asunto, lo que huele mal -y se debe revisar- es todo tipo de negocios personales turbios al amparo del poder político (más allá de frases simples como la célebre de Hank González sobre el “político pobre”). Por cierto, en la novela “Todo un hombre”, Wolfe hace una crítica feroz a la sociedad moderna (ambientada casualmente en el medio financiero de Atlanta, ciudad tan añorada por Anaya) que ve en el dinero el sustrato de toda relación que se asume como de exitoso reconocimiento… mientras no se caiga en la quiebra económica o de la gracia de capitales poderosos con influencia política.

En suma, conforme avanza el calendario de la sucesión presidencial, se van desgranando acontecimientos que buscan influir en la definición de estrategias para el acomodo de fuerzas en posibilidad de competir mejor, pero el fondo de la forma tiene que ver con afirmar o no una transformación institucional en proceso de consolidación que, por supuesto, causa todo tipo de controversias como las que se han señalado aquí, pero que muestran más allá de la inmediatez política y económico-dineraria las posibilidades de un sistema de relación social distinto.