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El que tenga oídos

Por Yolanda Camacho Zapata

Enero 12, 2021 03:00 a.m.

A

Cuando viene a la mente Winston Churchill, la primera imagen que aparece es la de aquél hombretón que puro en mano, dictaba los destinos del frente europeo durante la Segunda Guerra Mundial. Poderoso, fuerte como un roble.

Sin embargo, el Churchill que me parece mucho más interesante, lo encuentro entre 1929 y 1939, década que vivió una especie de destierro político. Su más completo biógrafo, Martin Gilbert, bautizó a esos años como “The inhabited Wilderness”.  Después de la derrota al partido conservador en mayo de 1929, Churchill conservó su asiento parlamentario, pero quedó fuera del gabinete. Lo mandaron a la retaguardia. Literalmente, porque en el parlamento inglés, los ministros, que forzosamente deben de ganar un lugar en el parlamento, toman asiento en las primeras filas, mientras que el resto, que no forman parte del gabinete, se sientan atrás. Churchill, acostumbrado a los primeros lugares, no encontró gracia alguna en sentarse en gayola. 

El hombre tenía una inteligencia envidiable que hacía lucir mediante un discurso mordaz, sarcástico y sin filtro alguno. Diríamos incluso que la corrección política como la entendemos ahora, no formaba parte de su carácter. Por eso, cuando llegó a 1929, tenía ya en su haber una larga lista de adversarios y enemigos que habían sido víctimas de su lengua y que estaban más que listos para hacer leña del árbol caído. Diversos trabajos de investigación refieren su frustración e incluso síntomas de depresión  a los que él llamaba “su perro negro”, misma que se alimentaba del duro golpe al ego que le supuso quedar fuera del primer escenario de la política británica. 

No obstante, Gilbert ha encontrado que si bien es cierto esta década fue en varios sentidos inhóspita, también fue sumamente activa para el político británico. Situándonos en el contexto general, el nacionalismo comenzaba a fortalecerse en Alemania, Hitler era una figura en ascenso y las violaciones al Tratado de Versalles comenzaban a mostrarse de manera descarada. El gobierno inglés, en un afán casi irresponsable, se negaba a admitir la amenaza que venía; y entonces Churchill, alzaba la voz desde tribuna cual Juan el Bautista predicando en el desierto, sobre la amenaza nazi. Los discursos del político hacían que las salas se llenaran para escucharlos, porque amén de que le pudieran o no creer, siempre daba un buen espectáculo. Los adversarios refutaban a Churchill y éste no se amedrentaba. Respondía sin piedad, pero también con inteligencia. 

La investigación histórica ha mostrado que Churchill no era ningún clarividente. Los datos que mostraba en tribuna provenían por lo menos de cuatro altos funcionarios de inteligencia que por separado, mantenían al parlamentario al tanto de documentos clasificados tamizados por el gobierno para no generar pánico por la evidente desventaja que Inglaterra tendría ante el estallido de una nueva guerra. Estos informantes no fueron descubiertos sino hasta finales de los sesentas, dado que Churchill cuidaba sus fuentes celosamente. 

Por tanto, aunque en público los miembros del parlamento lo tildaran de catastrofista, exagerado y desmesurado, las glosas del gobierno y el parlamento de aquél entonces, ahora ya desclasificados, muestran que Churchill marcaba la agenda pública en seguridad y generaba discusiones a puerta cerrada que modificaban el discurso y actuar del gobierno. 

Ahora bien, la década en solitario permitió que sin posición formalmente relevante, Churchill estuviese no sólo participando activamente, sino también marcando rumbo. Además, le permitió que al volver a la primera fila como Ministro de Guerra, en 1939 estuviese perfectamente bien informado para asumir el cargo, y, además, posicionarlo un año más adelante como la elección natural para ocupar el cargo de Primer Ministro. 

He traído a cuento a Churchill para ilustrar que en política ciertamente se pueden sufrir muchas muertes –como también lo dijo el británico-, pero existen también más resurrecciones que en la mismísima biblia, donde nada más una vez hubo uno que resucitó solito y otro al cual resucitaron sin pedirlo. 

Sin embargo, la gracia de revivir, y aún más, el encanto de mantenerse vivo estando muerto, no es para cualquiera. Es únicamente para los inteligentes, los informados, los que siguen hablando con sustento. Las resurrecciones políticas no vienen de milagros bíblicos, sino de aguantar la vida en el desierto. Y como dice el evangelio según San Mateo, “El que tenga oídos, que escuche.”