El populismo se gesta en una impotencia. Los canales tradicionales no sirven para hacerse oír. Las escaleras de ascenso están bloqueadas; los derechos que se proclaman con toda solemnidad, se niegan cotidianamente. El ciudadano no se encuentra en su representación. No es visto ni atendido. La política real niega rutinariamente a la mayoría. Podrá reconocer al ciudadano en el momento de votar, pero lo ignora, lo desprecia y lo maltrata al día siguiente. Ese régimen democrático que ofrece inclusión, excluye; esa política que promete atención, resulta impenetrable. Los rituales de la política producen así una sensación de defraudación: hay votos, hay cambios de gobierno, hay alternancia... y poco cambia. Los mismos hacen lo mismo. Es la ausencia de alternativas lo que alimenta el llamado populista. Su denuncia es certera y, en algunos aspectos, irrebatible. En su denuncia de esa estructura de exclusión, en su crítica de la cápsula oligárquica, en su burla a los augurios de la modernidad nombra una experiencia que toca la vida mucho más que la prédica liberal y su fascinación con las abstracciones.
El reproche populista debería ser tomado muy serio. Sólo escuchando esa crítica, en lo que tiene de válida, puede reconstruirse el proyecto democrático. No es necesario acompañar la propuesta para escuchar la denuncia. Que el camino que sugiera sea, a mi juicio, equivocado no significa que su argumento sobre las promesas incumplidas de la democracia sea absurdo. Bien nos haría reconocer la validez de la crítica como un llamado de atención. No podemos ignorar la hondura de las desigualdades, la concentración de poder, la captura de las instituciones, la debilidad de los derechos. Del populismo viene en nuestros días la crítica más severa a estas traiciones de la democracia liberal. Por eso creo que tiene razón el brillante politólogo español Fernando Vallespín cuando sugiere que la clave para entender al populismo es su dosis. Su compuesto químico no es necesariamente ponzoñoso. En la proporción justa, puede ser, incluso, medicinal. “El populismo opera como el pharmakon griego (...) porque significa a la vez remedio (medicina) y veneno; lo que cura y lo que mata, una antinomia inscrita en la misma palabra. Pues bien, creo que este es el caso del populismo en su relación con la democracia liberal: en pequeñas dosis sirve para tomar consciencia de qué es lo que no está funcionando en nuestros sistemas políticos y contribuye así a reconducir la situación. Pero si nos pasamos, el daño que puede llegar a producir es imprevisible. Basta con mirar los destrozos que está originando Trump para percibir que puede llegar a ser letal.”
Esto viene a cuento porque creo que al populismo hemos de agradecerle la politización de la desigualdad. Que se hable de ella, que se denuncie, que se exhiba como nunca antes. Que se muestren sus múltiples manifestaciones. Que se señale la estructura de poder que la preserva y los artilugios ideológicos que la esconden, la exculpan y aún la justifican. Puedo discrepar del maniqueísmo y de la simplificación con los que se frecuentemente aborda la desigualdad en el nuevo discurso oficial, pero no dejo de reconocer que pone el dedo en nuestro gran pendiente histórico. Lo confirmo al advertir la ceguera de las élites frente a lo que tenemos en frente. Lo común que resulta cerrar los ojos a la segregación e imaginar que las ventajas que se disfrutan son justísimos premios al esfuerzo. Vivir como si en el país no imperara la discriminación. Y ese resorte de negación que lleva a muchos a decir que hablar de racismo es, en realidad, una actitud racista; que hablar del clasismo es puro resentimiento. No puede haber la menor duda de que el tono de piel demarca el horizonte de vida en México. El Proyecto sobre discriminación étnico-racial en México de El Colegio de México que coordina Patricio Solís lo documenta de manera contundente. Pero un excandidato presidencial se atreve a bromear que advertir el privilegio del color es una frivolidad.
La polarización puede tener buena secuela si nos hace ver, si nos hace oír. O más bien, si al final del día, nos permite vernos, nos permite oírnos.