logo pulso
PSL Logo

Escuchar, hablar y viceversa

Por Yolanda Camacho Zapata

Febrero 28, 2023 03:00 a.m.

A

No me preocupan las manifestaciones ciudadanas. Éstas deben de entenderse dentro del esquema natural de una democracia en la cual cada quien es libre de pensar y consecuentemente decir lo que le venga en gana. Incluso si están mal informados o si su opinión no es el resultado de una valoración racional de argumentos lógicos. Aquí cada quien puede opinar lo que quiera. Lo ideal, por supuesto, es que las opiniones que se manifieste como fruto de la libertad democrática, provengan en primer lugar, del conocimiento profundo de la información relacionada con el tema a discusión y que se hayan sometido a una valoración argumentativa que preceda a esa conclusión que después tomará vida propia al volar a los cuatro vientos. Sin embargo, si no es así, si las ideas en expresión no son necesariamente fruto de procesos concienzudos, las consecuencias se verán después, pero no eso no es óbice para impedir que se manifiesten.

Ahora bien, lo que inquieta, es que la expresión de opiniones cause una ruptura social que genere no nada mas animadversiones, sino odios enraizados en el siempre delicado tejido social. Las opiniones pueden o no perder vigencia, pero las divisiones sociales pueden tener una larga vida. Eso es lo preocupante. 

Cuando en el año 2004, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas discutía si el organismo tenía o no la responsabilidad social de pronunciarse en los procesos de reconciliación nacional, la entonces presidenta afirmó que después de procesos nacionales o regionales de conflicto, hay una convergencia entre la responsabilidad ética y la responsabilidad política de la comunidad internacional. En primer lugar, se debía de reconocer que existe una división social y que su existencia impide cualquier paso hacia el futuro. Después, el Consejo advirtió que había que rendir cuentas del pasado, destaparlo y buscar las múltiples heridas. Sin eso, no se puede construir nada, o al menos, nada duradero.

No, no me asustan las marchas, pero si me asustan las voces de odio que se desatan cada que un factor político, legal o social controvertido se  asoma a la luz pública. Pareciera que en lugar de argumentos, prevalecieran los adjetivos cargados de odio, los insultos a destajo, la necesidad de destruir lo que haya enfrente nada más porque sí. Los odios son poderosos. Toman la escena y nublan aquello que sí debería estar bajo la lupa. Los odios no dan cabida a lo importante, a desmenuzar ideas, a confrontarlas, a verlas desde todas las ópticas para entonces, y solo entonces, acordar lo negociable y definir lo inamovible. 

Los procesos de reconciliación nacional formalmente establecidos se llevan a cabo generalmente, después de guerras civiles, conflictos armados de escala internacional, o bien dictaduras. Se realizan de diversos modos: hay juicios, o se abren mesas de diálogo, o se instauran comisiones de la verdad. No hay una fórmula única. Lo que prevalece, independientemente del modo, es el deseo de hablar, descubrir y sanar. 

He llegado a preguntarme si dentro de unos años, en México vayamos a necesitar u proceso de reconciliación nacional que pueda ayudar a sacarnos de la polarización que hoy vivimos. Quizá vaya a ser necesario una pausa donde las posturas radicales y los odios irracionales sean reconocidos como dañinos y podamos entonces volver a ser el país que sabía hablar y estaba dispuesto a escuchar. Me preocupa este México que estamos formando ahora, ese que parece sordo, mudo y ciego.