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Expresidentes “vístimas”

Por Miguel Ángel Hernández Calvillo

Julio 27, 2021 03:00 a.m.

Carlos Salinas tuvo que hacer una huelga de hambre entre pobres de una colonia marginada en Monterrey para hacerse la “vístima” por una presunta persecución de su sucesor Ernesto Zedillo. Éste, a su vez, prefirió navegar con bandera de penitente por el extranjero, bien apoltronado en los consejos de administración de grandes empresas trasnacionales, que benefició durante su mandato, para evitar que se le interpelara sobre acusaciones graves como la matanza de Acteal. Fox, por su parte, “sufrió las de Caín” por la impertinente intromisión de la señora Sahagún, al grado que a “Los Pinos” se le conocía como “la casa de los monstruos” porque, se decía, había un “hombre sin cabeza y una mujer con unos huérfanos” (sus vástagos, que también hicieron de las suyas). Luego, llegó Calderón, el “incomprendido” por andar atizando la violencia como peor remedio que la enfermedad. Finalmente, Peña Nieto, epítome de la corrupción institucionalizada, tuvo que camuflarse con gorra y peluca para que no lo reconociera el populacho. Muestras, pues, del amplio “sufrir” de estos sujetos que hoy, agregan un botón más a esa condición de “vístimas” por someterlos a una consulta pública para determinar un eventual enjuiciamiento por actos deleznables de su pasado. 

Sin embargo, así como “no es lo mismo Juan Domínguez que no me jeringues Juan”, no se puede tener como víctimas a esos personajes, simple y sencillamente porque, por definición, han sido parte de un poder de dominación absoluto (corrompiendo absolutamente, según el “dictum” de Lord Acton) que se ha manifestado siguiendo los preceptos de una “moral” peculiar que se reduce a “valores” (connotación mercantilista) como ese que considera a la moral como “un árbol que da moras”. Por eso, si acaso, valga referirse a esos ex-presidentes como “vístimas”, aludiendo a la tergiversación de una condición que, en sentido contrario, es propia de quienes padecen los excesos de los personeros de poderes de dominación política y que, más bien, se conducen conforme a los principios de una ética que, siguiendo a Gramsci, corresponde a un “bloque social de los oprimidos” que, además, acuerdan por consenso resistir y superar la opresión. Distinguir pues, entre la moral de un sistema dado y la ética crítica del disenso popular, resulta esencial para poner en su lugar a esos expresidentes que siguen considerando que el pueblo mexicano no puede asumir una mayoría de edad política para “juzgar” su proceder en el pasado inmediato. 

La consulta pública del próximo domingo 1 de agosto es, con todo y lo que se quiera, un ejercicio de la democracia participativa que necesita el país para consolidar la transformación institucional encauzada por el actual gobierno federal. Vale como práctica social que contribuye a formar procesos de crítica política más amplios, generando una “hiperpotentia positiva” (Enrique Dussel, dixit) para “vigilar y castigar” (parafraseando a Foucault) de manera recurrente el proceder de servidores públicos que, frecuentemente, olvidan que deben “mandar obedeciendo” y terminan por referirse a sí mismos como la fuente “legítima” del poder público. La justicia popular es una continuada pretensión que debe validarse en principios ético-políticos como el de una legitimidad formal que descansa en el consenso de las víctimas y no sólo en una voluntad individual, así como en una factibilidad empírica que posibilite avanzar en el largo trayecto de “dar a cada quien lo suyo”.