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Huecos en las historias

Por Yolanda Camacho Zapata

Abril 29, 2025 03:00 a.m.

A

Hace un montón de años tenía una compañera en la Universidad que a fuerza de compartir un buen número de clases, acabó haciéndose mi amiga. La chava era foránea y vivía sola en un inicio, aunque luego encontró a un par de compañeras de casa con las cuales dividir gastos y tiempos. Era una chica responsable y muy comprometida con sacar adelante la escuela, por lo que me sorprendió que por varios días no fuera a clase. Estamos hablando de una época en la que nadie tenía celular, así que era difícil localizar a la gente en tiempo real y, como estábamos en las primeras etapas de amistad, yo no tenía idea de dónde vivía o cómo contactarla. 

Un par de meses después, ya casi para concluir el año escolar, mi reciente amiga volvió. Estaba con muletas, un armatoste enorme en la pierna derecha, golpeada por todos lados. Por supuesto que todos estábamos espantadísimos de verla en ese estado. Nos contó que el último día que la vimos, por la tarde, estaba caminando rumbo a la Alameda a tomar el camión que la llevaría a su casa. Venía distraída y apurada, caminando a buen paso para que no se le hiciera de noche. Sintió entonces polvo que le caía en la nariz y los ojos y hasta ahí. Despertó casi tres semanas después en el hospital: se le había caído encima  la barda de una finca antigua por la cual tuvo la mala suerte de pasar. Afortunadamente era una hora con tránsito de personas, por lo que la ayudaron y llamaron a los servicios de urgencia. En el hospital, buscando entre sus cosas, encontraron una tarjeta del negocio de alguien en su ciudad natal quien afortunadamente conocía a su familia y pudieron venir a cuidarla. El camino sería largo: habría más operaciones, tardaría en recuperarse, pero le interesaba ir a la escuela a platicar con los profesores y tratar de salvar el año. No lo logró. Le dieron las facilidades, pero eventualmente su recuperación la hizo darse de baja para concentrarse en sanar. Ya no supe si terminó la carrera o no. 

Hace unos días creí reconocer los rasgos de aquella chica en una mujer que rondaba mi edad, mientras hacía fila en un trámite que traía pendiente. Usaba un bastón. Me le quedé viendo más de lo que las normas sociales indican, así que me volteó a ver y con voz de enojo, me dijo “¿Qué me ves?” yo me disculpé y le conté que se parecía a una compañera de la universidad cuyo nombre se me escapaba y que había creído reconocerla. Ella se me quedó viendo con la misma intensidad que yo la vi a ella y entonces supe que si era. A penas iba a decirlo cuando atajó “No, no soy. A usted no la conozco”. Yo se que si era y sé que me reconoció. Me disculpé y me sumergí en el celular mientras esperaba mi turno. Ella realizó su trámite y se fue. La chica que me atendió me dijo “No se lo tome personal, así es ella. Viene seguido. Dicen que de joven tuvo un accidente y le arruinó la vida.” Me dolió la chica que fue y lo que posiblemente le pudo haber ocurrido después. Entiendo perfectamente que no me haya querido saludar. A veces, no necesitamos que nos llenen los huecos en las historias.