La alberca

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Nadie con un adarme de moralidad debería posar los ojos en el sicalíptico relato que descorre hoy el telón de esta columnejilla. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y al punto le brotaron en ambos hemisferios de su profuso tafanario unas excrecencias como de mandril que hubieron de serle tratadas con emplastos de hirundinaria o celidonia. La ilustre dama estuvo dos semanas sin poder sentarse. Quienes quieran evitar un contratiempo semejante sáltense en la lectura hasta donde dice: “No dejo de notar un cierto dejo de hipocresía.” etcétera. Y a todo esto, ¿qué es un adarme? Es una antigua medida de peso que equivale a 17 gramos aproximadamente. La palabra se usa en la actualidad para aludir a una porción mínima de algo. Pero vayamos al vitando cuento arriba mencionado. Helo aquí. Un automovilista iba por cierta alejada carretera y vio a un pobre campesino que bajo el ardiente sol pedía aventón a los escasos conductores que por ahí pasaban. Detuvo su vehículo e invitó al hombre a subir. Lo hizo el campesino, pero una vez dentro del coche desenfundó un filosísimo machete y lo puso en el cuello del espantado viajero al tiempo que le ordenaba, amenazante: “¡Hágase una casacaroleta!”. Uso ese término plebeo como eufemismo para designar la acción de masturbarse. A pesar del susto obedeció el automovilista. Cumplida la orden del sujeto éste volvió a demandar: “¡Otra!”. Es de imaginarse el esfuerzo que tuvo que hacer el viajero para atender este segundo requerimiento del hombre del machete. No acabaron ahí sus fatigas. Por vez tercera el individuo le exigió: “¡Otra más!”. Y por tercera vez el infeliz se vio obligado a someterse a la inhumana imposición. Con eso quedó derrengado, laso, agotado, feble, exánime, sin fuerza alguna ya. Al verlo así el campesino enfundó su machete y llamó con un grito: “Macarina!”. De atrás de los arbustos salió una lindísima zagala, muchacha de agraciado rostro y esculturales formas capaces de suscitar los ímpetus de másculo de un venerable anacoreta. El campesino, entonces, le dijo con voz de ruego al exhausto automovilista: “Ahora sí, señor: ¿sería usted tan amable de llevar a mi hermanita al próximo pueblo?”... No dejo de notar un cierto dejo de hipocresía, quizás involuntaria, en el ofrecimiento que hace Trump de ayudar a México en la lucha contra el narcotráfico. Lo digo porque sucede que los Estados Unidos son el causante principal de ese grave problema que tiene asolado a nuestro país. Principal consumidor de drogas en el mundo, el vecino que tenemos al norte debería combatirlas en su territorio antes de ofrecer apoyo al nuestro para enfrentar a quienes aquí las producen y distribuyen. Los policías norteamericanos arrestan a los vendedores callejeros de la droga pero ¿se ha sabido de la detención allá de algún gran traficante? Sin las armas que les venden “al otro lado”, además, los delincuentes que imponen acá su fuerza sobre la del Estado serían maleantes de poca monta: rateros de vecindad, asaltantes con navaja o carteristas de autobús. Aquí viene a la mente la manida frase: México es el trampolín de la droga, pero los Estados Unidos son la alberca. Asómese a esa alberca el Presidente Trump antes de ofrecer ayuda para remediar el trampolín... Lord Feebledick llegó a su finca rural en horas de la madrugada, pues había andado de travieso en Londres. Le ordenó a su mayordomo: “James: vaya usted a mi cuarto y revuelva las sábanas de mi cama para que mi esposa crea que pasé la noche aquí”. “Lo haré, milord -respondió James-, pero primero debo ir a revolver las sábanas de la cama de milady”. FIN.