La Cuesta de los Arrepentidos
La esperanza y la desolación suelen ser compañeras de viaje. Ninguna de las dos va al volante. Han elegido viajar en autobús y parece no importarles el destino. Se sientan lado a lado y con la improbabilidad de los opuestos, se funden en una plática que hace desaparecer al mundo entero. Entonces, la humanidad vive una pausa forzada mientras ve pasar destellos de luz y sombra intermitente. Nosotros, que no entendemos mucho de diálogos metafísicos, nos sumergimos en la angustiosa espera de un final incierto. Simples como somos, creemos que habrá únicamente dos opciones: ganar o perder. Es mucho más sencillo que encontrar los matices para buscar la seguridad del blanco y negro.
Así esperamos resolver la pandemia: con triunfos y fanfarrias. Sin embargo, a estas alturas, resulta difícil imaginar tal cosa. Cada vez hay más científicos apostando por un virus endémico y no por la inicialmente esperada inmunidad de rebaño. Al ver que aun con la vacuna los casos de Covid continúan aumentando, se habla ahora más de un problema sanitario tipo x, es decir, que circulará entre nosotros de cuando en cuándo, pero que al paso del tiempo, se espera que sea menos grave y que cause menos muertes. Pero quién sabe. Ha quedado claro que el virus no tiene palabra de honor.
El anuncio de los casi mil contagios en un día en San Luis me tomó en un lugar que ha entendido que el paso del tiempo es inevitable. Se ha derrumbado mucho de la gloria que un día tuvo, pero aunque el oro y la plata ya no corren por sus venas, la piedra y el desierto le han entregado una nueva identidad. Las ciudades entienden bien que de nada sirve resistirse a los cambios. Vienen, se llevan lo que consideren que ya no se necesita y después de un vacío sofocante, entregan a cambio la eternidad fluida. Así lo asumió Real de Catorce.
Supongo que he contado que le tengo pánico a las alturas. Me ponen mal. El corazón se me agita, las manos me sudan, la adrenalina me llega la boca. Ya se imaginarán cómo me sentí en la Cuesta de los Arrepentidos. Usé la mejor herramienta que conozco para domar a los demonios y me puse a hacer plática a las amigas que estábamos dentro del Willys. Sentía el vacío a mis espaldas, pero frente a mí había personas que conozco desde hace media vida. Comencé a respirar mejor conforme hablaba de mi miedo. Al subir de regreso, leí la noticia y entonces volvió de golpe esa sensación de estar de regreso en el límite del vacío. Automáticamente me aferré a las palabras, esta vez ajenas, de un extenso articulo que leí hace poco. Los datos recogidos hasta ahora indican que lo que toca es esperar. Hay optimismo fundado. Moriremos menos, nos haremos resistentes. Aprenderemos a convivir con el virus.
La naturaleza hará su trabajo, pero lo que no hará es solucionar los arrepentimientos de cada uno de nosotros mientras esto ocurre. En este casi año y medio de tener al mundo enfermo, ha quedado claro que esto va más allá de daños al cuerpo. El encierro y la incertidumbre han hecho que salga a la superficie todo aquello que deliberadamente manteníamos debajo de la alfombra esperando que mágicamente desapareciera. Pero después de diecisiete meses, cada vez es más difícil permanecer negando que nos arrepentimos de seguir casados o de haber dejado a aquella pareja que en su momento nos pareció poca cosa, o de permanecer afirmando que ese trabajo nos encanta o que aquella manía nos parece encantadora. Entonces aparecen los hubiera. Hubiera decidido separarme desde hace mucho, hubiera sido más paciente, hubiera corregido a tiempo, hubiera optado por renunciar. Entonces nos topamos de frente con la otra Cuesta de los Arrepentidos, esa más empinada de la que está en Real de Catorce, aquella que desde las faldas se ve imposible de subir, porque es agotadora, deja sin aliento y nos obliga a lidiar con el vértigo.
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo acabará la pandemia, pero lo que si se sabe es que siempre se anda mejor si se llevan en la espalda cargas ligeras o mejor: si no se lleva nada a cuestas. Si hemos de vivir esto, será buena idea comenzar a abandonar arrepentimientos y comenzar de una buena vez a subir la cuesta, porque claramente es larga y no hay otro camino.
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