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La institucionalización del disenso

Por Marco Iván Vargas Cuéllar

Agosto 19, 2021 03:00 a.m.

Evitan el debate y la confrontación de ideas. Parten de una noción de eficacia política donde las decisiones del poder del estado no requieren mayor legitimación que aquella que les ha conferido el voto de una mayoría. El origen de su poder es democrático, no así su estilo de gobernar.

No es autocracia, tampoco falta de oficio político. Se trata de una forma de hacer política donde el disenso no solo es mal visto, sino que es utilizado como argumento de legitimación en un discurso maniqueo. Nosotros somos los buenos. Ellos los malos. En el fondo, el problema no es el discurso, sino la implementación de una agenda de facto que debilita nuestra propia pluralidad. Esa que resulta tan necesaria para entender y gobernar en un territorio y un momento tan complejo como el nuestro.

Puedo entender que haya quien en el ejercicio del poder público vea todo y siempre como un territorio en disputa. La opinión pública, la legislación, el presupuesto, las instituciones. Pero se confunde y equivoca quien asume que el origen democrático de su poder le dota de poderes amplios, suficientes y cumplidos para hacer lo que sea, en el nombre de una razón autodeclarada. El mismo problema puede existir del otro lado: aquellos que sostienen que todo lo que provenga del poder público está equivocado. 

Saben que el disenso representa un riesgo, no solo porque compromete la eficacia política, sino porque puede exhibir las falencias del programa político. Cuando en democracia se construye una narrativa de polarización, el consenso es improbable. El peor de los mundos es aquel en el que en el nombre de una mayoría, se imponga una decisión que desestime los argumentos válidos de la pluralidad. 

Hasta este punto podría pensarse que me refiero a las decisiones políticas en el ámbito legislativo, pero en realidad hablo de un adeudo más amplio. Aquel al que se refirió Robert Dahl en la segunda mitad del siglo pasado: necesitamos superar la mítica noción de la soberanía popular para transitar hacia un modelo de realismo político, el estado está compuesto de múltiples minorías en pugna. Algunas representadas, otras no. Algunas con voz, otras no. Algunas que encuentran en el sistema de partidos o en la constitución a una vía transitable de la manifestación y la participación política, otras no.

Entender a la democracia de otra manera implica cuestionar y enriquecer los fundamentos con los que hemos venido construyendo y consolidando durante décadas. Necesitamos modificar la manera en que entendemos nuestra propia democracia, porque de ello depende la forma en que el poder público legitima sus decisiones. Durante muchos años se ha entendido que la toma de decisiones colectivas requiere de mayorías para poder materializarse. En cierto sentido esto es cierto. El funcionamiento de nuestros sistemas de votación está basado en ello.

Sin embargo, se ha perdido de vista que la democracia -y el poder público que emana de ella- encuentra su fundamento en el reconocimiento de la sociedad plural. Aquella que puede encontrar o no en el sistema de partidos a una estructura que da voz y representación a sus ideas, valores e intereses. Cuando se echa a andar una elección para designar a gobernantes y representantes populares, se parte de un esquema de decisión colectiva donde las personas son tratadas como iguales (1 persona = 1 voto). Este esquema funciona porque garantiza la posibilidad de la participación equitativa sin asimetrías de información, conocimiento, recursos o poder. Pero el reconocimiento de la sociedad plural no comienza ni termina con la celebración de una elección cada tres o seis años. Elegir a gobernantes es solo una parte del gobierno democrático.

Ahora que se va a poner de moda discutir la agenda de reforma política en el país, nos haría bien revisar la manera en que se construye un país que protege la pluralidad y el disenso. Se requiere de instituciones reales: aquellas que se relacionan con la posibilidad de que todas las personas puedan participar en la elección justa y equitativa de gobernantes que tengan poderes limitados; las que garantizan la libertad de expresión, la existencia y protección por ley de la diversidad de fuentes de información; las que garantizan el libre derecho de asociarse y manifestarse.

Me extraña la ausencia de la discusión pública, amplia y abierta de la ley secundaria de la que dependería la revocación de mandato. El tema es tan importante que la voz de la sociedad plural no puede estar ausente de este asunto. No vaya a ocurrir lo mismo cuando se discuta una reforma político-electoral. Debatir también es de demócratas, ¿no?.

Twitter. @marcoivanvargas