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La tiranía de los dogmas

Por Jorge Chessal Palau

Enero 20, 2025 03:00 a.m.

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Los dogmas son verdaderos grilletes del pensamiento. Un dogma es una creencia rígida que se acepta como verdad absoluta, sin cuestionamientos ni pruebas. 

Lo preocupante es que estas verdades incuestionables no se limitan solo a la religión, hogar por definición de lo dogmático, sino que se han extendido a la política, infectando el debate público con ideas estáticas que sofocan la reflexión crítica

El problema que tienen este tipo de posturas es su insaciable necesidad de control. Quienes hacen del dogma una forma de vida no buscan respuestas, sino confirmaciones. La política, que debería ser un espacio para la discusión y el cambio, se convierte en un terreno baldío cuando dominan. En lugar de propuestas, tenemos consignas. En lugar de debates, tenemos gritos y denostaciones.

¿Por qué alguien se aferra a un dogma? Porque pensar es incómodo, porque cuestionar duele. 

Es mucho más sencillo entregarse ciegamente a una idea preempaquetada, que enfrentarse a la incertidumbre de analizar cada situación por sus propios méritos. En política, esto se traduce en ideologías que, lejos de ser guías flexibles, se convierten en prisiones intelectuales.

El caso mexicano es emblemático. Durante décadas, el Partido Revolucionario Institucional gobernó como si sus políticas fueran verdades inamovibles; el presidente de la república era, a lo menos, un sumo pontífice del espíritu “revolucionario”. Hoy, la polarización entre el gobierno de la llamada “cuarta transformación” (verdadera y única heredera del gobierno priista con los peores matices del PAN) y sus detractores reproduce los mismos patrones dogmáticos. 

Para los transformistas de cuarta, criticar al presidente es un acto de traición al pueblo. Para los otros, esa oposición desdentada y casi difunta, apoyarlo es sinónimo de ignorancia. Ambos bandos operan desde trincheras dogmáticas que no permiten el diálogo ni el entendimiento.

La política dogmática no solo divide, sino que destruye. Las decisiones basadas en dogmas suelen ser inflexibles, ignorando la evidencia y perpetuando errores. Además, alimentan el autoritarismo, pues los líderes que los sostienen se presentan como poseedores de una verdad incuestionable. 

México no está exento de todo esto. Los discursos maniqueos, muy al estilo del anterior presidente y su heredera, construidos sobre el “nosotros contra ellos”, “pueblo contra élite”, “transformación contra neoliberalismo”, refuerzan una narrativa que excluye cualquier matiz o variante, por mínima que fuera.

El arraigo de los dogmas no es un accidente, sino un reflejo de las profundas desigualdades y carencias estructurales que persisten en México, donde la educación de la cuarta transformación, heredera de los tiempos del viejo PRI, no fomenta el pensamiento crítico y, por otro lado, los medios de comunicación tienden a simplificar los debates: es más sencillo adoptar narrativas unilaterales que cuestionarlas. 

Esto beneficia a las élites políticas, que encuentran en estas verdades absolutas una herramienta efectiva para movilizar o dividir a las masas, reforzando sus posiciones de poder sin asumir responsabilidades reales.

En la política mexicana, los dogmas perpetúan la mediocridad intelectual. Al no cuestionar, al no exigir evidencia, la sociedad se convierte en un espectador pasivo de decisiones que afectan su futuro. La cultura del clientelismo político refuerza esta dinámica. Los dogmas se convierten en instrumentos de control social, donde los beneficios y promesas de bienestar están condicionados a la adhesión ciega a una ideología o partido

Mientras los dogmas sigan dominando el discurso público, la democracia seguirá siendo un simulacro, un espectáculo vacío donde las ideas brillan por su ausencia.

La solución no es fácil, pero es urgente: cuestionar todo. Los ciudadanos deben rechazar las verdades absolutas, exigir argumentos sólidos y, sobre todo, aprender a convivir con la incomodidad de no tener respuestas definitivas. 

@jchessal