Llamar llameando
La presencia de los ausentes posee una fuerza conmovedora. Ahí estaba él, con un sombrero que pretendía vanamente amainar el sol quemante de mayo, cargando en su mano una canasta de mimbre que parecía salida del cuento de Caperucita Roja, mientras sostenía en la otra mano el retrato de un hombre mayor, sonriente y también usando un sombrero tipo panameño. Se inclinó sobre la tierra y otro hombre, un poco más joven, le ayudó a sacar de la canasta un par de copas de cristal y una botella de vino rosado, sin etiqueta. Una chica les asignó su sarmiento, que no rebasaba los treinta centímetros, cubiertos casi en su totalidad de cera roja, para su protección. A pesar de su juventud, aquella planta ya llevaba vida recorrida: desde algún lugar de Francia, hasta un congelador en Querétaro para su conservación final antes de llegar a Villa de Reyes. El hombre del sombrero sembró con la ayuda de su amigo la joven vid y luego, con toda calma, ambos se sirvieron el vino rosado. En medio del ellos, la foto del padre. Nosotros, testigos involuntarios, no pudimos evitar sentirnos un poco intrusos, un poco atraídos. Alguien les preguntó a qué se debía esa pequeña ceremonia de la que estábamos siendo testigos. El hombre del sombrero nos respondió que su padre era amante del vino. Quería conocer el viñedo en gestación cuando llegara el momento, pero murió en enero. Ya no le alcanzó. Aquello era un homenaje, un recordatorio, una señal de presencia en la ausencia.
Los hoyos negros que dejan las personas que mueren son compañía constante de quienes quedan vivos. La representación del padre en fotografía y el brindis en su honor, son muestras del dolor que causa la ausencia, pero es al mismo tiempo, una muestra de continuidad. Al entrar en el vacío que deja el ser amado, nos convertimos en algo que no éramos: guardianes del recuerdo, pero no del recuerdo abstracto, sino de aquél que se compone de pequeñas piezas, de detalles que en su momento fueron nimiedades y que la ausencia convierte en eslabones de continuidad entre pasado y presente.
Recuerdo a una persona cuyo padre murió abruptamente. Por mucho tiempo conservó su teléfono celular únicamente para marcarle y escuchar la voz del buzón. La grabación le daba consuelo. La voz del padre se transformó en un medio supletorio de la ausencia. Le llamaba cuando estaba triste, pero también cuando tenía alguna alegría. Le dejaba grabado lo que pasaba y lo que sentía. No era que esperase que el padre le respondiera la llamada, por supuesto. Simplemente buscaba alargar el adiós. Un día decidió que era momento de despedirse. Apagó el teléfono, lo guardó en un cajón y decidió no volver a cargarlo. Le dejaba ir.
Conozco también a una mujer cuya madre era tejedora experimentada. El último día de su vida lo pasó tejiendo una cobija de esas que se arman con cuadros de estambre de diferentes colores. La anciana sabía que iba a morir más pronto que tarde, así que le encargó que de no acabar ella la prenda, tejiera los últimos cuadros y los uniera. En su último día de vida tejió casi a la mitad una de las piezas. En la noche murió en paz. Su hija, quien heredó el gusto por los ganchos y los estambres, se resistió por varios años a terminar la cobija. Tres o cuatro años después, estando ya en paz, lloró todo lo que pudo sobre esos pedazos de cobija. Acabó la tarea en un par de días y, cual Tita de Como Agua para Chocolate, ahora la cubren las manos de su madre a través de esa cobija.
Galeano escribió que “nadie se va del todo, mientras no muera la palabra que llamando, llamando le trae” El hombre del sombrero, la chica del teléfono, la mujer de la cobija, no hacen otra cosa más que llamar llameando. Por eso, Galeano tenía razón, nadie se va del todo.
Envío, para Érika y Pandita, por la partida de su papá.
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