Mentira e ilegalidad

El país empieza a salir del libreto del presidente. Si durante años, el discurso del opositor parecía la más certera denuncia de la realidad, hoy se escucha como retórica escapista: mis números me elogian, los males provienen de otro tiempo, los conspiradores se empeñan en negar nuestros logros. Lo cierto es que el presidente ya no pasea triunfalmente. A pesar de la cortesanía de su entorno, no puede ignorar la multiplicación de la crítica. Sus rituales matutinos se descomponen. La política del chasquido estalla en todas partes con algo que sigue sin aparecer en su imagen de México: la complejidad.

Desde que se anticipaba su triunfo electoral rondaba una pregunta: ¿cómo reaccionará López Obrador ante una crisis? Tarde o temprano aparecería el infortunio, la crisis, el contratiempo que termina definiendo a una administración. Los reflejos de un presidente pueden ser más importantes que sus proyectos. Más que las ambiciones trazadas desde un inicio, cuentan los reflejos ante lo indeseado. La respuesta puede marcar la diferencia entre una crisis que se supera y una crisis que se ahonda. El presidente puede seguir invocando la herencia podrida, la fuerza de su triunfo electoral, el respaldo de sus medidas simbólicas, su innegable popularidad, pero tarde o temprano todo eso se irá desvaneciendo. ¿Qué sucederá cuando la inconformidad se extienda? ¿Cómo lidiará con los obstáculos? ¿Qué hará con la inevitable frustración? La inquietud empieza a aclararse. Y la respuesta que se dibuja no es alentadora. En estos días hemos tenido probaditas de crisis. Si hemos de juzgar por los reflejos ante los desafíos recientes, hay buenos motivos para la preocupación. Andrés Manuel López Obrador no tiene la disposición anímica, la prudencia institucional ni la humildad intelectual para sortear con agilidad una crisis. 

Más que aferrarse a una ideología, el presidente se engancha a ese sustituto de pensamiento que son sus frases. Ante cualquier cuestionamiento, ante cualquier percance, ante cualquier sorpresa fastidiosa, acude a la boca del presidente un viejo acervo de frases hechas. Cualquier crítica es tachada como un ataque interesado de sus adversarios que son en realidad conservadores que son en realidad hipócritas. Los otros no tienen autoridad moral porque callaron, porque fueron cómplices, porque pertenecen a una mafia. La moral la encarna él porque no es como los otros. Valdría la pena llevar el conteo de esas frases selladas que el presidente repite mil veces para no atender crítica alguna, para evadir preguntas incómodas, para cerrar los ojos a lo incómodo. George Orwell entendía el significado de esas palabras petrificadas. Las frases hechas exhibían una cabeza que ha dejado de pensar. Un cerebro repite fórmulas secas porque no se aventura a contrastar su prejuicio con la realidad. 

Hermética, sorda a las valiosas interpelaciones de la crítica, altanera y displicente, la palabrería presidencial termina celebrando la mentira y la ilegalidad. El presidente tendrá otros números, aunque los fastidiosos datos provengan de su propia administración. Quien ha hecho juramento de verdad, miente cotidianamente. Con desparpajo trumpiano ignora los reportes oficiales, inventa datos, falsea tendencias, engaña. No solamente la verdad es víctima de esa impetuosa palabrería. La ley también sucumbe a la cerrazón. A desconocer la ley vigente, a dejar de cumplir la constitución ha ordenado el presidente López Obrador. Lo ha hecho públicamente con un documento infame, un auténtico decreto por la ilegalidad. El razonamiento presidencial será aberrante pero no es oscuro: la ley ha de incumplirse si es injusta y quien descubre la injusticia de una ley es, por supuesto, el presidente. No me gusta esta ley: ignórese. 

Es importante registrar que la secretaria de gobernación, antigua ministra de la Suprema Corte de Justicia, ha guardado silencio después del ignominioso bando. Nada ha dicho y se mantiene, hasta el momento, en su puesto. ¿Significa ese silencio que acatará la instrucción presidencial? Qué penoso sería que esa fuera la coronación de una trayectoria pública. Las lealtades y las intimidaciones de la política suelen poner a prueba la dignidad.