Palabras: manéjense con cuidado

Tenemos demasiado interiorizados muchos hábitos, costumbres. De los negativos, muchas veces ni cuenta nos damos. El clasismo, el racismo y el machismo brotan por doquier, aunque en el discurso oficial se diga que no son tan fuertes como hace años. Y en estas campañas políticas han aflorado hasta la náusea. Se insulta o descalifica por no estar de acuerdo. Se hacen chistes y chismes “nomás por convivir”.

Pero como dijo Diógenes: “El insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe”.

Hay quien considera que no son ofensivas palabras como naco o chairo, o chacha o ruco. Pero así las emplean, quizá sin tener en cuenta a quién y desde dónde se adjudican. Otros, los publicistas y comunicadores oficiales, lo hacen con toda intención. No les importa ofender si sirve a sus fines, para preservar lo mal habido. Que lo hagan es un truco en el que no debemos de caer. No sólo al escribir, pensemos en si podemos emplear sinónimos, o si de plano podemos expresar otra idea. O a veces el silencio no viene mal.

Dice Violeta Vázquez-Rojas en “En defensa de nadien”:
“El prestigio asociado a una clase social se transfiere automáticamente a su manera de hablar. Y lo mismo sucede con el estigma. Hay grupos sociales privilegiados —eso nadie lo niega— y su manera de hablar es también privilegiada —eso pocos lo ven—: es un habla menos propensa a la burla y a la crítica, y se le considera estándar, neutral y transparente. En cambio, la cadencia, la pronunciación y el vocabulario de las clases sociales menos favorecidas se consideran “mala dicción” y se toman por un habla limitada, marcada e ininteligible”.

El PRI y sus aliados, en su desesperación de tercer lugar, descalifican al puntero comparándolo con presidentes de otras naciones, “bromeando” sobre atentados, atacándolo por su supuesto estado de salud o incluso, en forma canalla, por ser “viejo” y supuestamente no poder manejar. “La desdicha es cosa de jóvenes. Son ellos los que promueven doctrinas intolerantes y las llevan a la práctica; son ellos quienes necesitan sangre, gritos, tumulto y barbarie”, proclamó Cioran.

La edad más allá del cuerpo está en la mente, o lo que es lo mismo, el corazón no envejece, el cuero es el que se arruga. Hay personas de 30 que de tan cansados no se mueven de su entorno, y hay ancianos que recorren montañas. Con una buena parte de la población ya jubilada, y otra tanta a punto de jubilarse entre minusvalías de las afores, el insulto es inadmisible. “Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida, aseguraba Pablo Picasso. “Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario”, dijo Schopenhauer. “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”, proclamó Ingmar Bergman.

William Burroughs escribió que en la palabra hay un virus: “Liberar a este virus de la palabra podría ser más peligroso que liberar la energía del átomo. Porque todo el odio todo el dolor todo el miedo toda la lujuria están contenidos en la palabra”.
Quizá, pero si son virus las palabras pueden actuar como anticuerpos. Si alguien dice “eres muy lindo” puede hacer sonreír a otra persona varias horas. Una palabra, está comprobado, puede hacernos el día. (Por eso trato de no ver comerciales (spots) de odio.) La palabra (n)os hará libres. Palabra que sí.

“Cualquiera escribe, hasta el Roque escribe”, dijo hace poco alguien estando yo presente. Y bueno. Yo mismo he hecho uso de la voz sin cuidado, o pensando que eran irrelevantes las palabras —esa expresión y reinvención de la vida interna y su percepción del mundo— con catastróficas consecuencias. Las palabras cambian, y cambia el contexto, pero está de pensarse ese límite entre lo que consideramos gracioso, ofensivo o lo que da material para marcar diferencias, debatir y proponer. La palabra puede ser magia, invocación, a pesar de quienes solo las usan para vender(se).

Cierto, con ataques se hacen las campañas, y debemos tenerlo en cuenta antes de “enchilarnos” por las diferencias. Hay que ver la historia y la congruencia de los candidatos, no los chismes. Defender al de nuestra preferencia, sí, pero ser autocríticos, pues no se trata de un partido de soccer donde debamos ponernos la camiseta. Atacar al Otro por viejo, por su color, por provinciano o por su (supuesta o no) preferencia sexual es rastrero. Las ideas deben prevalecer, y la justicia, y el bienestar para la mayoría. Ojalá.

Como escribe Adrienne Rich: “No importa lo que piensas. / Las palabras serán consideradas responsables / cuanto puedes hacer es elegirlas / o elegir / seguir en silencio. O nunca tuviste elección, / que es por lo que las palabras que perduran/ son responsables / y esto es privilegio verbal.”

Antes se armaban tertulias para debatir temas, con café o cervezas de por medio, para poner en la mesa tesis, y antítesis. Pareciera que se ha perdido la bonita costumbre de sentarse a conversar y diferir. Antes se valía cambiar de opinión o defender el derecho a pensar diferente. Debatir no es discutir, pero era sabroso, sin que se convirtiera en ataques. Hoy silenciamos, bloqueamos o colgamos el teléfono. La palabra es mágica y necesitamos redescubrirla.

Me quedo con algo de la clarividente Clarice (LIspector):
“Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra”.
Posdata: Gracias a Rafael y a Luis Antonio, por tomarse el tiempo para escribirme y darme comentarios, puntos de vista. De eso se trata, de estar o no de acuerdo, pero cultivar el arte de la palabra. Gracias de nuevo. El correo y el blog están a su disposición.

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