Plaza de almas

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Pensarás que soy un libertino, Armando, y quizá te he dado motivos para pensar así. Preferiría que me consideraras un epicúreo. Eso lleva más filosofía y menos moral. En efecto, he dedicado mi vida a disfrutar la vida. Creo que es lo mejor que se puede hacer con ella. He tenido, como todos, mi ración de penas, y he debido probar más de un bocado de ese amargo platillo que se llama duelos y quebrantos. Aun así he llegado a una conclusión que sintetiza todos mis saberes: nuestro deber es ser felices y dar felicidad a los demás. Ésa es, pienso, la suprema obligación humana. Si la cumplimos no habremos vivido en vano, y aunque caigamos luego en el olvido el nuestro será un piadoso olvido. A veces tropezaremos, sí. ¡Tantas piedras hay en el camino! Pero veremos esos tropiezos como parte obligada de la peregrinación por este mundo, y no haremos demasiado caso de las caídas: el que no ha caído es porque no ha caminado. Tu tío Felipe, Armando -o sea yo-, hizo de la mujer la razón principal de su existencia. Algunos me criticarán por eso, especialmente los que tienen por principal razón de su vivir el dinero o el poder. Pero créeme, sobrino, que no hay dinero que pueda pagar el recuerdo de una noche de amor bien gozada, ni poder que se iguale al de una mujer sobre el hombre que la desea. Comparado con Eva, sobrino, Adán fue un pendejuelo, si me permites el neologismo. Y al lado de su mujer cualquier hombre es eso mismo. Tú piensas que fui un seductor. La verdad es que fui un seducido. Y te voy a decir algo que es cien por ciento cierto, no como las verdades que se dicen hoy, que son mitad ciertas y mitad no. Jamás fui un burlador. Quiero decir que nunca le hice a una mujer promesas engañosas para conseguirla. Siempre puse las cartas sobre la mesa. O sobre la cama, si era el mueble más cercano. Algunas lloraban cuando les decía que mi amor no tenía vocación de eternidad, pero no hubo ninguna que al oír eso me mostrara la puerta o saliera por ella. Desde luego yo también oí más de una vez la risa burlona de Mefistófeles -es decir del diablo- ante alguno de mis fracasos. Y vaya que los tuve abundantes y sonoros. Por vía de ejemplo te contaré uno de ellos. Tendría yo tu edad cuando cortejé a una muchacha muy bien puesta que me pareció muy bien dispuesta. Era romántica -en aquel tiempo todas las muchacha lo eran-, y mi cortejo consistía en leerle poemas, que oía extasiada sin darse cuenta de que ya le tenía puesta la mano en la rodilla, o quizá un poco más arriba. ¡Ah, el poder de la poesía! Entre poema y poema yo deslizaba mis argumentaciones. Le hablaba del amor pleno, de la entrega total, de la dicha que se alcanza cuando los sentidos del cuerpo acompañan a los sentimientos del alma, etcétera. Todo iba muy bien hasta el malhadado día en que le regalé un ejemplar de las Rimas de Bécquer que saqué de mi escasa biblioteca. Lo abrió, y vi a las claras cómo sus mejillas enrojecían al punto. Me propinó una tremenda bofetada, me arrojó el libro a la cara y se alejó de mí casi corriendo. Me sorprendió su reacción. Bécquer es buen poeta, y la edición no era de mala calidad. Recogí el libro y lo abrí. Entre sus páginas había un billete de 500 pesos que alguna vez puse ahí y luego olvidé. La muchacha pensó que le estaba ofreciendo dinero por su amor. La busqué para darle una explicación, pero quizás ella pensó que la buscaba para ofrecerle un poco más, y ya no me dejó acercarme. Nunca pongas papeles en los libros, sobrino, y menos si son comprometedores. Nunca sabes en qué manos caerán. Y menos aún dejes un billete entre sus páginas. Ya ves lo que sucedió con el mío. Por su culpa no sucedió nada. FIN.